La Musa de los cuarenta y uno

(La imagen es propiedad de Gil Elvegren)


Una mujer camina por la espesura de los bosques, como si fuese un hada perdida que busca consuelo en la soledad. La pícara ventisca juega con sus cabellos, desparramándolos sobre su rostro angelical, tratando de despertar a la musa sensual que anida en ella. También se prende de sus ropajes y con osadía los revuelve y los iza, para que el vestido se muestre generoso y regale vistas de sus encantos de mujer. Entonces, sus muslos asoman sugerentes, pero sus pechos apenas se insinúan, por temor a parecer demasiado audaces. El céfiro extrae su fragancia femenina y la esparce por los bosques, para que hechice con sus gracias de Eva.
Ella sonríe con coquetería, sintiéndose dueña de una belleza que haría palidecer a los atractivos de la naturaleza. Los juglares y los poetas le cantan, los pintores plasman sus sinuosidades en óleo y los escribas le componen odas valiéndose de las virtudes de la palabra. Aunque el grisáceo manto de la edad la persigue osando opacar su brillo, ella se aferra a la vida, a la belleza, al sabor dulce del fruto de la vid y lejos de mermar su gracia, la enaltecen. Y pasa de ser un brote inocente a convertirse en una rosa en flor que espera el rocío de una mañana fértil.

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