El camino del Guerrero




La katana hundida en la hierba, como si fuese una vara de bambú que se mece al viento y la sangre escurriéndose a lo largo del Ha o filo de su hoja, eran la consecuencia de un duelo mortal desatado en ese claro del bosque. Un guerrero bushi arrodillado junto al sable, con las manos en el regazo, la cabeza gacha y las hojas secas danzando en torno suyo, al son de las ráfagas de un viento otoñal que presagiaba desgracias.

Un cuerpo sin vida yacía frente a él y tenía las claras evidencias de haber sido mutilado con la hoja del sable, que poseía un Hamon o línea de temple del filo, estilo Notare u ondulado. He ahí el poder de la katana, bella, pero mortal y es el símbolo del samurai, donde su mango en el piso encarna a la tierra, la hoja perpendicular representa al cielo y la Tsuba, al guerrero tratando de peregrinar entre las alturas y los campos. Yoshi lo sabía muy bien y si hubiese conocido a los Almogavares, concordaría con su creencia en que la espada tenía vida propia, porque él alimentó la suya con la sangre de los enemigos de su Daimyo o señor feudal.

Un sable que sólo fue desenvainado para matar, porque de no mediar este propósito, desnudar su acero resultaba un insulto al espíritu que residía en el. Kamatra fue el nombre que se le dio y antes de ser fraguado, su artesano tuvo que purificarse y rogar a los dioses por bendiciones. El proceso fue largo, forjarlo y darle la forma, pero lo más arduo fue la elaboración de su hoja, su metal irrompible es el resultado de un prolijo y laborioso trabajo de herrería. Capa tras capa de aleación eran dobladas y convertidas en la lámina que podía cortar tanto el ala de una mariposa, como el fémur de un contrincante. Cuantas más vetas tuviera, más fuerte sería el sable y al suyo se le contaban más de mil–. “Mi hoja es mi alma. Mi alma pertenece a mi Daimyo. Ultrajar mi hoja es afrentar a mi Daimyo” –esa era la premisa fundamental para un samurai como él.

Sus ojos alargados observaron los restos de su víctima y su mente se remontó a los trece años, cuando en la ceremonia conocida como Genpuku, recibió un wakizashi –una espada corta tradicional japonesa–, además de un nombre de adulto, y entonces se convirtió en samurai. Esto le daba derecho a portar su katana, aunque ella comúnmente estaba asegurada con cuerdas para evitar su desenvaine accidental. Katana y wakizashi, juntos formaban su daisho, que significa, literalmente: “grande y pequeña”. Desde ese momento no ha desenvainado a Kamatra sin la clara intención de cortar una vida, no importando en absoluto de quien se trate. Si ella tuviera el don del habla, no podría dar cuenta de todos los caídos bajo su ha. Aunque para él no todo fue matar, el amor también jugó un papel importante en su vida y llegó a él en la forma de una doncella de piel porcelana, quien a pesar de estar arropada en las sedas de un kimono floreado, su belleza no dejaba de deslumbrar. Como los rayos del sol naciente que vencen a las formaciones de nubes, trayendo calor y luz. Así era ella, hermosa y llena de vida, su sonrisa bastaba para regocijar el corazón de Yoshi. Mayuko era su nombre y desde que la conoció comenzó un idilio prohibido y a escondidas de su Daimyo.

En aquel entonces, la vida le sonreía a Yoshi, se había transformado en un maestro del Budo y dominaba a la perfección las dieciocho habilidades propias de un samurai, llegando a ser respetado por sus pares y temido por sus enemigos. Aunque el Kenjutsu o manejo del sable, era su más fuerte destreza, no había nacido aún quien lo superara, porque la disciplina del acero regía su existencia. Verlo combatir provocaba el mismo efecto que admirar la gracia en el vuelo de un Halcón, era algo innato en él. Ahora en su madurez, gozaba del beneplácito de Toshio Karasaki, un poderoso señor de la región del norte. Contaba con su confianza y sólo en él descansaba la responsabilidad del cuidado de su más preciado tesoro, su hija Mayuko. Aunque la joven beldad, tenía inclinaciones contrapuestas al pensamiento de su padre, ella era una ferviente seguidora de la doctrina budista, la cual estaba prohibida por el shogun Tokugawa y sus famosas: “Leyes para los templos” impuestas por él allá en el 1603. Precisamente el definitivo derrocamiento del budismo en Japón y la implantación del Shu Shigaku –una doctrina inspirada en el pensamiento Neoconfusiano, que se basaba en la admiración por la vida y las relaciones humanas–, dieron pie al nacimiento del Bushido, que rige el actuar de un samurai. Su esencia es el desprecio a la muerte y la valoración absoluta del honor, la lealtad y la obediencia, las únicas motivaciones de Yoshi. Su amo era fiel servidor del shogun, después de todo, la dinastía Tokugawa se caracterizaba por el poderío de los Daimyos y samuráis. Pero a oídos del shogun llegó la noticia de que muchos de sus súbditos seguían asistiendo a escuelas secretas del budismo, que sobrevivieron a la destrucción de los monasterios del monte Hiei. Ordenada durante el shogunato de Mobunaga. A raíz de esto, la deshonra cayó sobre la familia Karasaki.

Desde ese momento, el camino de Yoshi se enfrentó a una encrucijada, donde tenía dos opciones: servir a su señor feudal o convertirse en un Ronin, que eran los samurais sin amos. En ese momento recordó las palabras de su maestro: “Un perro sin amo vagabundea libre. El halcón de un Daimyo vuela más alto. La ofensa es como un buen haiku: puede: ignorarse, desconocerse, perdonarse o borrarse, pero nunca puede ser olvidada”. Entonces, la última orden del señor feudal resonó en su cabeza como un relámpago y lo hirió como si fuese una daga clavándose muy hondo en su pecho. Las lágrimas cayeron de sus ojos al mirar nuevamente el cuerpo envuelto en ese kimono floreado; su corazón se partió en dos.

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