El Cazador






Nada se escapaba al maduro escrutinio de Unkas, el más avezado de la tribu. Respetado por sus pares e idolatrado por los más jóvenes. Dedicó una vida entera a la búsqueda del sustento diario para los suyos. Su piel ébano se mimetizaba con las sombras, se asemejaba a una pantera al acecho. Todo era silencio en la selva, como si las restantes criaturas se confabularan con su asedio. El viento en contra le traía el olor de la presa, que se acercaba a él sin advertir su presencia. Aguardaba con paciencia el instante preciso. Sus dedos espigados se enroscaban entorno a la bien labrada madera de su lanza. Una doctrina rígida entorno a un único propósito: “matar para alimentarse”.
El momento se acercaba. Entonces, como si hubiese recibido una orden interior, se lanzó al ataque como un felino enfurecido. Pero su súbita arremetida fue frustrada de manera abrupta. Unkas cayó tumbado por un trueno y su lanza no llegó a destino. La presa fue alertada y huyó a toda prisa.
–¡Condenados nativos! –gruñó el cazador blanco– ¡he desperdiciado demasiadas balas en ellos! –agregó pateando el cuerpo sin vida de Unkas.

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