Réquiem para un traidor





El Huiro, así apodaban sus compinches al jefe de la banda y lejos de molestarse, lo consideraba un verdadero “nombre artístico”. En ese momento, estaba dedicado por completo a la limpieza de su arma, con la misma diligencia que pone una madre en los cuidados de su querubín. Se trataba de un revolver calibre treinta y dos, sustraído en una de sus muchas fechorías. Su metal encandilaba ahora de lo lustroso que quedó y parecía ejercer en él una influencia enfermiza, quizás porque su vida dependía de ese letal objeto. Tan absorto estaba que desatendió las insinuaciones de su novia, la Shakira, que daba punto final a su sensual baile. Ella se ganó este apodo por vestir y moverse como la cantante, claro que guardando las debidas proporciones. A esas altas horas de la madrugada eran los últimos que quedaban en ese cabaret de mala muerte, que prácticamente se convirtió en el centro de operaciones del Huiro. Los mozos, el barman y las otras bailarinas ya se habían retirado con su autorización, porque él era el dueño del recinto.
-¿Por qué no me regalas un último baile? –le pidió él con ese cinismo que lo caracterizaba. No era sencillo leer en su rostro las señales que delataban su estado anímico, parecía un verdadero jugador de póquer. Ella refunfuñó, estaba cansada y quería irse a dormir–, vamos mi cielo, consiénteme ¿si? –insistió él y no tuvo más remedio que acceder, aunque no con mucho entusiasmo. La música cadenciosa y las luces titilantes contribuyeron a crear una atmósfera cargada de seducción, muy apropiada para que la escultural Shakira, mostrara sus dotes de striper. Ella se movía con erotismo, todas las miradas estaban puestas en esos pechos suyos que eran su mayor atributo. Si bien la excitante escena dejó muy acalorados a los cuatro sujetos que secundaban al “Huiro”, él se mostró bastante indiferente. Parecía tener otras ideas en la cabeza y su mirada ocultaba oscuros propósitos que nadie supo develar.
La sexy Shakira vio interrumpido abruptamente su baile por los gritos de auxilio de uno de los compinches del Huiro, el “Jachís”, que fue arrastrado por dos bravucones al interior del cabaret, como si fuese un cerdo que es llevado al matadero– ¡Huiro! –lo llamaba el prisionero, buscando su ayuda– ¡yo no te traicioné! –insistía con desesperación, pero la mirada indiferente de su jefe, fue la única respuesta que obtuvo y bastó un gesto suyo para que diera inicio el lapidario castigo. Los golpes de puño, las patadas y los palos, retumbaban en la estancia y la mujer se negó a seguir presenciando la brutal golpiza. El Jachis seguía implorando por su vida, aunque sus palabras ya eran ininteligibles con tanta sangre manando de su boca. Pero sus súplicas fueron como ecos sordos en una desolada cañada y los golpes, lejos de cesar, se intensificaron.
La Shakira fue obligada por su novio a continuar su sensual danza, parecía nerviosa y no se le podía reprochar ante tan violenta situación. Se esmeraba por concentrarse en lo suyo, pero perdía el ritmo y le restaba erotismo a su acto. Los otros la observaban ávidos del topless que tardaba demasiado en llegar.
El “Huiro” pasó una bala a la recamara y apuntó el arma en distintas direcciones. Buscaba un blanco en el cual probar la eficiencia del mortal instrumento y también su propia pericia. Su pulso era el de un cirujano, firme y su mirada producía terror cuando se alineaba con la mira del cañón. Rara vez fallaba un tiro. El rostro del Jachís, que ya era una masa informe, se convirtió en el blanco elegido y el condenado vio con horror el cañón apuntándole. El pavor traspasó las fronteras de la cordura y el pobre hombre lloró implorando por su vida–. Alguien me traicionó –recalcó el Huiro. No se le veía enfurecido como era de esperar en una situación como esta, pero la prudencia aconsejaba no engañarse con él–. La traición es el acto más detestable que pueda cometer un ser humano y peor aún si la víctima soy yo –agregó, pateando con la punta del zapato las sanguinolentas piezas dentales que había perdido el Jachís–. Me contaron que tú fuiste el que me delató.
-¡Mienten! –es lo que quiso decir, pero de su boca inflamada manaron confusos sonidos.
-Quizás si o tal vez no, ya poco importa, eres sospechoso y con eso me basta –se inclinó sobre el jadeante Jachis, que permanecía de rodillas con las manos atadas a su espalda–. La vida no es justa y desafortunadamente para ti, yo nunca fui bueno para: “Ceder la otra mejilla” y menos para perdonar a alguien –se irguió y su semblante tenía ahora una expresión tan dura, que hizo palidecer a los presentes. Su voz se oyó fuerte en el salón–. Yo me entero siempre de la verdad, algo que me caracteriza y que me ha permitido sobrevivir en este oficio. Nadie que ose venderme vive para contarlo –les habló a los demás, sintiéndose omnipotente. Su pregón causó el efecto esperado, pues todos enmudecieron. Levantó el arma una vez más–. La verdad puede a veces resultar penosa, pero hay que aceptarla tal como es –reflexionó.
Las miradas se centraron ahora en el inculpado y con morbosidad esperaron la ejecución. El Huiro acarició el gatillo. El Jachís sudaba y forcejeaba tratando apartarse de la mira, se esmeraba por hacerse entender, pero sus gritos más bien parecían refunfuños grotescos al oído de los presentes. Eran opacados con la música que continuaba sonando. La asustada muchacha trataba de imprimirle cada vez mayor erotismo a su danza, manoseando la prenda íntima, pero parecía resistirse a exhibir su voluptuosidad. El Huiro esbozó una sonrisa cínica. El Jachís cerró los ojos y apretó los puños, disponiéndose a recibir la descarga. Que se oyó como un estruendoso relámpago, justo en el instante en que la mujer logró desnudar sus pechos. Pasmados la observaron caer al suelo, con un agujero que aún humeaba en su frente.

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