Fue una confusión
Era de noche y había neblina en las calles de la capital, confiriéndole un aire londinense. Una figura masculina emergió de las sombras y fue alumbrada por el resplandor mortecino de un farol. Parecía tener prisa. Torció en una esquina y se perdió en los pasajes de ese barrio, como si empeñara la vida en ello. Otra silueta asomó también a la luz pisándole los talones, era un carabinero y aunque había perdido su gorra, portaba su arma de servicio. Se detuvo en seco tratando de orientarse y aprovechó ese instante para tomar aire. Su aliento se condensaba en la forma de un vaho a causa del frío. De inmediato retomó la persecución. El delincuente lo llevaba con ventaja al uniformado, sin embargo, este último no cejaba en la caza. Incluso hubo intercambio de disparos entre ellos, pero sin llegar a herirse. Las fuerzas ya comenzaban a flaquearle, pero la carrera continuaba sorteando múltiples obstáculos. Los perros ladraban, mas no había otros espectadores. El acecho culminó en un callejón, junto a un edificio de departamentos. El policía se detuvo y esbozó una sonrisa al ver al fugitivo perderse en esa “boca de lobo”. Aparentemente el lugar le era familiar. Se quedó atento y sin dejar de apuntar el arma. Se le veía muy seguro.
–¡Salga con las manos en alto! –le advirtió, pero no hubo respuesta. Tal como lo supuso, el delincuente no tuvo a donde ir e inevitablemente, se vio obligado a volver sobre sus pasos. Su única vía de escape estaba bloqueada por el policía– ¡Alto ahí! –le gritó– ¡arroje el arma y tírese al suelo! –ordenó, pero lejos de obedecer, el prófugo abrió fuego y se produjo un nuevo tiroteo. A duras penas consiguió guarecerse. Las balas zumbaban cerca de él. Por fortuna, el malhechor distaba mucho de ser certero. El uniformado se armó de valor y emprendió la carrera disparando sobre él. Sin darle tiempo para reaccionar. Sus tiros fueron certeros y el contrario cayó de espaldas sobre el cemento.
–¡Suelta el arma! –le gritó al comprobar que aún la sujetaba en sus manos–. Ya todo terminó –comprobó que su estado era deplorable. Tiritaba de frío producto de la pérdida de sangre. Su final parecía inminente. Entonces, un trueno hizo sobresaltarse al policía. En ese preciso momento el sospechoso expiró, dejando caer su cabeza hacia un costado. Una extraña sensación se apoderó del carabinero. Todo a su alrededor se volvió difuso. Ya no percibía el frío, ni escuchaba el ladrido de los perros. Sus rodillas se torcieron como si fuese un muñeco de trapo y así fue que se desvaneció. Luego se hizo el silencio para él.
Pasaron los años y nacía un nuevo día, los medrosos rayos de Sol entibiaron el ambiente e iluminaron aquel callejón. No pasó mucho rato cuando llegaron dos mujeres de andar lento.
–¿Todavía sigue viniendo a este sitio, vecina? –preguntó la más joven, que respondía al nombre de Rosa.
–Como todos los años –respondió la otra con voz cancina y tono grave. Traía consigo un ramo de claveles y vestía de negro.
–¿No le parece suficiente con el luto que ha guardado por tanto tiempo? –reparó su acompañante.
–Nunca será suficiente –le dijo–, es una forma de expiar mi culpa.
–¿Su culpa? –repitió–. Nunca me ha contado por qué hace esto y según he sabido, ya van casi diez años de este verdadero ritual suyo. Me alegra haber podido acompañarla en esta ocasión, aunque la verdad, poco sé de su vida pasada.
–¡Ay vecina!, no sabe usted cuán fuerte es el dolor que aflige a mi corazón. Una angustia que lo oprime y me hace sentir desdichada. Dígame, ¿le ha pasado alguna vez que quisiera volver atrás en el tiempo y cambiar aquello de lo que está muy arrepentida?
–Sí, muchas veces –respondió–, pero ¿a qué viene su pregunta?
La otra mujer, quien bordeaba ya los cincuenta, cerró los ojos por un instante. Parecía que aquel recuerdo, que estaba muy vivo en su memoria, la lastimaba cada vez que hurgaba en el. Al fin se decidió a contar ese secreto que con tanto celo guardaba.
–Celso Ibanez fue un cabo de carabineros, un padre responsable y un esposo ejemplar –dijo esto con mucha convicción, daba la impresión que lo conocía muy bien–. Aquella trágica noche de Junio perseguía a un matón que minutos antes había asaltado una casa particular. Había asesinado a sangre fría a todos sus moradores –hizo una breve pausa para recobrar el aliento–. El cabo Ibáñez regresaba a su hogar y se topó con el delincuente. Lo persiguió por varias cuadras, hasta acorralarlo en este callejón en el que nos encontramos ahora –alzó la vista hacia los pisos superiores de aquel viejo edificio que tenían a su diestra. Una ventana en particular le llamó la atención, luego bajó la mirada y retomó su diálogo–. Hubo un tiroteo y al final mató al bandido –dicho esto, volvió a mirar aquella ventana del segundo piso, como si esta le evocase dolorosas reminiscencias de su pasado–. Fue una confusión –exclamó luego, en un claro intento por convencerse a sí misma de ello. Inclinó la cabeza y pareció sentirse muy compungida.
–¿Se siente bien? –le preguntó la vecina, quien se mostró preocupada por el gesto de aflicción que se dibujó en su rostro – ¿De qué confusión me habla? –agregó de inmediato.
–Estaba tan oscuro –balbuceó con lágrimas en los ojos–, todas las noches esos bandoleros asaltaban a alguien o violaban a alguna mujer –la joven no lograba entender nada.
–¿Qué tiene que ver todo eso que me está contando? –la viuda la miró a los ojos.
–Yo sólo quería hacer justicia –recalcó–, por eso hice lo que hice.
–¿Qué fue lo que hizo vecina? ¡Hable de una buena vez que me tiene en ascuas! –insistió.
La oyente respiró profundo y trató de calmarse.
–Esa noche escuché los tiros y los gritos y me asomé a la ventana. Aquella, la del segundo piso –la señaló con su mano temblorosa–. Allí vivía yo antes –le explicó–. Vi siluetas corriendo. Supuse que eran delincuentes. Como tantos que se peleaban noche tras noche en este mismo callejón. Donde perdió la vida tanta gente inocente y murieron también muchos malhechores en sus “ajustes de cuentas”. Esa noche tomé el arma de mi marido y le apunté a esa silueta que me pareció sospechosa. Muchas veces lo hice, pero nunca llegué a abrir fuego; hasta esa ocasión. Oportunidad en la que apreté el gatillo con la frialdad que me dieron la rabia y las ansias de hacer justicia –cerró nuevamente sus ojos y enmudeció por un breve instante–. El cabo Ibáñez cayó de bruces y no se volvió a parar nunca más. Yo no pude verlo bien. Había neblina. No tuve como distinguir su uniforme y no llevaba puesta su gorra. ¿Cómo iba yo a saber que era él?, ¿un policía?, ¿un hombre de bien? –la otra mujer se mostró muy impactada por esta insólita revelación. Observó a su acompañante depositar el ramo de claveles en el macetero de esa vieja animita. Lo acomodó bien e hizo la “señal de la cruz” –Perdóname, amor mío por lo que hice. Tú sabes que fue una confusión –exclamó nuevamente entre sollozos.
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