Perdido entre ovejas


Jim despertó sobresaltado. Se sentó en el borde del lecho intentando recobrar la compostura. Miró la hora. Aún era de madrugada. El sudor enjugó su frente y se le notaba angustiado. Una pesadilla era la responsable. 

Todas las noches era lo mismo: comenzaba con la melodía que producían las teclas de un piano. Acordes no escuchados antes, tan alto en la montaña. Había cuatro sujetos cerca de él, vestían trajes oscuros y camisas blancas, ropas no muy apropiadas para aquella considerable altura. Subían trabajosamente un piano de cola. La nieve era espesa y dificultaba aún más la tarea de cargar el instrumento musical. Cada cierto rato hacían una pausa para recobrar el aliento. Luego las imágenes cambiaban, como si fuesen destellos fugaces y confusos. Escuchó los gritos aterrados de algunos de esos individuos. Parecían desesperados y llamaban a viva voz a uno de los suyos. También se encontró a sí mismo corriendo por las laderas montañosas. Sus manos estaban ensangrentadas. Tropezó rodando por la nieve hasta golpearse la cabeza contra una roca. Luego se extravió en los abismos del pensamiento. 

Ahí despertaba siempre.

Se tomó la cabeza con ambas manos, como si aquellos recuerdos le causaran dolor. Estos trastornos suyos parecían estar ligados a la noticia que leyó en el periódico. Un piano de cola. Eso fue lo que encontraron los ecologistas en las laderas del Ben Nevis, Escocia. El insólito hallazgo le trajo la esperanza de reencontrarse con sus raíces perdidas.

–¿Qué hacía él ahí? ¿Acaso alguna vez fue músico? –se preguntaba desconcertado. Esta opción no le pareció muy lógica, pues nada entendía de música. Pero disfrutaba escuchándola, eso sí. Sobre todo el sonido del piano. 

Jim creyó que perdería el buen juicio. Él, durante estos veinte años, buscó la forma de recuperar su vida pasada. Por eso, tanto la montaña como aquel instrumento, eran piezas clave para resolver su propio rompecabezas. No podía continuar viviendo con una identidad ficticia.

Un mes transcurrió desde su última pesadilla. Así contaba el pasar de los días. Se hallaba ahora en la ladera del Ben Nevis, en compañía de cinco voluntarios del John Moir Trust. Una fundación con fines ecológicos que se encargaba de limpiar el monte de los desechos dejados por los montañistas.

Algunos de ellos aceptaron acompañarlo en su ascenso a la cumbre y ayudarlo a encontrar alguna pista. No pretendía llegar tan alto, tan sólo al punto donde se produjo el hallazgo. Muy cerca de donde lo encontraron a él veinte años antes, desnudo e inconsciente. 

–Aquí encontramos el piano –señaló uno de los ecologistas–. A sólo doscientos metros de la cumbre. Un hecho nada despreciable considerando que este es el monte más alto del Reino Unido –recalcó.

–Quizás usted nos pueda explicar cómo fue que llegó aquí –exclamó  otro de los conservacionistas.

Jim recorrió el lugar, pero no logró recordar nada. Alzó la mirada hacia la cima y sintió un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. Lo atribuyó al viento que soplaba en aquellas latitudes.

–¿Logra reconocer algo? –le preguntaron. Él sólo meneó su cabeza notoriamente decepcionado. Parecía que la visita a este sitio no le traía ninguna reminiscencia.

Cayó la noche y el clima cambió bruscamente. Se había tornado salvaje, más de lo usual y los obligó a guarecerse en las tiendas de campaña.

–Debe ser frustrante no poder recordar el pasado –exclamó uno de ellos, mientras bebía un sorbo de café caliente.

–No te imaginas cuánto. Mi identidad actual me fue asignada hasta que pudiera recordar quién soy realmente.

–¿Es cierto que no figura usted en ningún registro? –preguntó otro de sus acompañantes.

–Así es –respondió visiblemente angustiado–, soy un verdadero misterio.

–Algunos piensan que no es escocés.

–Sí, lo sé. Dicen que tengo un acento extraño, pero no logran identificar su origen –los otros lo escrutaron y se mostraron inquietos. La presencia de este misterioso sujeto parecía incomodarlos.

Muy avanzada la noche, todos dormían, excepto Jim, quien no podía conciliar el sueño.

El viento mermó su furia y fue el momento propicio para caminar un rato, pues el encierro lo sofocaba.

La temperatura, si bien era muy fría, no le molestaba. Miró a su alrededor. La nieve cubría el entorno. Allá a lo lejos notó una grieta en la osamenta de aquella montaña. Una voz interior lo instaba a acercarse a aquel lugar. Optó por acudir al llamado.

Fueron largos minutos de caminata en la nieve. Aunque, no estaba tan cansado y esto le dio nuevos ánimos para avivar el ritmo.
A primera vista, aquella fisura se le antojó oscura y misteriosa. Se asemejaba a un tajo hecho en la roca y parecía adentrarse en el alma de la montaña. El viento soplaba más fuerte ahora y la temperatura descendió varios grados. Llegó a pensar que el clima se confabulaba para obligarlo a entrar en ella.

Motivado por las circunstancias, Jim ingresó con paso cauto. A pesar de no ver nada, pudo percibir que se encontraba en un espacio muy amplio. El olor a humedad era intenso y creyó oír gotas de agua que caían desde elevadas alturas. Sintió escalofríos.

Una extraña emoción lo envolvió. Sus sentidos parecieron agudizarse en extremo. Tuvo la impresión que ahora era capaz de escuchar incluso las pisadas de una hormiga. Esto lo desconcertó. Incluso su andar se volvió más seguro. Caminó con absoluta libertad, internándose más y más en el corazón de la montaña. Sus ojos parecieron adecuarse a la oscuridad y las imágenes del entorno se fueron volviendo tan claras como si fuese de día.

Jim notó que en algunos tramos, las paredes presentaban marcas en su superficie. Eran runas grabadas en la roca. Su primera impresión fue que eran señales, quizás para recordar una ruta, aunque no estaba muy seguro. También podría tratarse de una advertencia. Entró a un túnel que descendía en una aguda pendiente. Conforme avanzaba, comenzó a sentirse mareado y con náuseas, sin embargo, algo lo impulsaba a seguir adelante. Al cabo de un rato, llegó a un espacio tan amplio, que resultaba difícil precisar sus dimensiones.

En un rincón encontró algo que lo dejó estupefacto. Allí, junto a la pared de piedra, había restos humanos. Cuerpos mutilados, descarnados y cubiertos de harapos. La baja temperatura conservaba la carne. Sus ojos se abrieron con espanto al ver que presentaban muestras de haber sido raídos.

Jim se sentía emborrachado. La vista se le nublaba y parecía débil. Se tambaleó. Las manos le temblaban y los músculos se le contraían provocando dolor. Cayó de rodillas junto a aquellos cadáveres. Era como si algo en su interior estuviese luchando por emerger. El dolor era intenso. La ropa que tenía puesta parecía quemar su la piel. Tuvo que arrancarla a jirones. Quedó completamente desnudo y parecía no ser el mismo. Sentía como si una energía inagotable le recorriera su ser. Por alguna causa desconocida no tenía miedo, al contrario una sensación de seguridad lo fue envolviendo, como si fuesen ropajes que lo abrigaban. Era el mismo efecto que se experimentaba al momento de volver al hogar.

Entonces, los recuerdos llegaron a él. La luz vino sacándolo de las tinieblas. Estaba en casa y la cena lo esperaba allá en la ladera del Ben Nevis. La sangre tibia y la carne viva. Podía percibir los latidos de esos corazones llenos de vitalidad. Sus voces llegaban a él muy claras e incluso el calor de sus cuerpos acariciaba sus sentidos. El instinto cazador afloró en él una vez más, pero ahora cuidaría de no bajar a las faldas de la montaña, no. Ese golpe le había hecho olvidar quién era y tuvo que vivir veinte años como una oveja, siendo él un predador.

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