El principio del fin




Era una hora de alto tráfico, las puertas automáticas del metro se abrieron y el gentío ingresó a los carros como una horda en busca de asientos desocupados. El último en entrar fue un hombre de cabellos desgreñados. Las puertas se cerra-ron a sus espaldas. Los pasajeros observaron con desconfianza al misterioso su-jeto, que no pasaba inadvertido. La gente lo miraba con curiosidad y murmuraban entre sí. Su nombre era Abner y su apariencia descuidada provocaba recelo entre la gente. No era para menos, su rostro sin afeitar, sus ojos hundidos y enrojecidos por la falta de sueño y sus ropajes sucios y mal olientes, claramente provocaban rechazo en el resto. Parecía tenso. Continuamente escudriñaba a su alrededor, sus ojos glaucos se fijaban en todos los rostros que allí había. Daba la impresión que estos representaban una amenaza para él.
No había pasado mucho rato, cuando una voz lo hizo sobresaltarse. La percibió clara y se anteponía a las demás. Cómo si el bullicio que generaban los otros se atenuara, si es que eso era posible.
–Hola, Abner, ¿me recuerdas? soy Icranus –le habló e instintivamente miró en torno suyo.
–¡Tú otra vez! –exclamó con el pasmo marcado en su rostro– ¡Dónde estás, maldito! –gritó y los restantes pasajeros se apartaron de él, dejándolo aislado en un rincón del vagón.
–¿Creíste que te librarías de nosotros? –agregó y su tono le pareció mordaz. Sólo él escuchaba aquella voz que parecía un eco en su cabeza–. No puedes huir de nosotros, estamos en todas partes.
– ¿Qué es lo que quieres de mí? –insistió–. ¡Déjate ver!
–Tú ya lo sabes.
–¡No! –gritó– ¡Yo no lo permitiré!, ¡no se saldrán con la suya! –agregó, ex-trayendo un arma del bolsillo de su chaqueta. La apuntó en todas direcciones, con notorio nerviosismo. Esto provocó pánico entre la gente. Hubo griteríos ante esta actitud irracional del hombre. Temían que se le escapara un tiro.
–¿Y qué harás para impedirlo? –se burló Icranus– mírate, estas sólo. Esos a los que buscas salvar te creen un demente ¿Cómo pretendes convencerlos de nuestra presencia?
–¡Hallaré la forma!, ¡haré que me crean!, ¡ya lo verás! –recalcó buscando desesperadamente alguna señal de apoyo en las miradas de los otros. Pero sólo encontró temor y rechazo–, ellos tendrán que creerme –insistió, pero la gente lu-chaba por apartarse de él.
–No deberías confiar en ellos, son traicioneros y débiles, ¿acaso olvidaste las palabras de tu mecías?, “nadie es profeta en su propia tierra”. Además, no sa-bes qué hay en sus mentes. Nosotros sí y tal vez los nuestros ya hayan tomado posesión de alguno de estos individuos. Míralos bien, ¿No te sientes intimidado por alguno de ellos?
Abner observó a los pasajeros con detenimiento, su mano temblaba y la duda le carcomía el alma. ¿Cómo saber cual de todos era el que le hablaba?, pa-recían gente común y corriente
–¡No soy un asesino!, !no puedo arriesgarse a matar a un inocente! –parecía convencido de lo traicionero que era Icranus. Lo creía falto de toda emo-ción. Nada le importaba. Tenía la facultad de meterse en la mente de las personas, para nublarles el buen juicio y someterlas a sus designios. Haciéndolos cometer actos atroces, cosas que harían palidecer a cualquiera. Abner se sentía orgulloso de que no pudo hacer lo mismo con él. Trató, claro que lo hizo y estuvo a punto de enloquecer. Pero fue su entereza la que al final se impuso sobre él. Ahora sabía que entre esta gente estaba aquel que trataba de dominarlo–. No puedo permitir que huya –sentía que era su deber eliminarlo, aunque el resto de sus congéneres no entendieran las razones por las cuales hacía todo esto. La suya era una cruzada anónima y solitaria.
–¡Uno de ustedes es ese maldito! –les gritó sin dejar de apuntar el arma– ¿Pero cuál? –los otros retrocedían con el horror desdibujándoles el rostro cuando se les acercaba– ¿Acaso eres tú anciana? o, ¿Tú? –le dijo a un hombre de traje y corbata–. O, ¿Tal vez tú colegiala?
–Baje esa arma ¿acaso se volvió loco? –le reprochó uno de los pasajeros, tratando de hacerlo entrar en razón. Abner observó a este individuo con descon-fianza.
–No podrás conmigo –le dijo aquella voz interior– soy demasiado para ti.
–¡No!, ¡no me vencerás! –gritó, entonces se volvió hacia aquel sujeto que minutos antes había osado encararlo– ¡Tienes que ser tú!, ¿quién más se atrever-ía a enfrentar a un hombre con un arma? –el otro retrocedió temeroso al verse amenazado por Abner.
–¡Ya verás, maldito!, no podrás lastimar a nadie más! –dicho esto, apretó el gatillo. El desdichado cayó al suelo.
–¡Asesino! –gritaron los otros.
–Erraste, Abner, tu juego es muy peligroso. Pobre de ti. Te has convertido en un asesino –se burló la voz una vez más. Sus ojos se clavaron ahora en los de la colegiala. Algo en ella pareció no gustarle– Ya te lo dije, cualquiera de estos desdichados podría ser uno de nosotros, la cuestión es ¿Cuál?
El arma volvió a relampaguear y un nuevo cadáver cayó al suelo, el piso del metro se regó de sangre. Una tras otra fueron cayendo las víctimas. El tren se detuvo y las puertas se abrieron de par en par. La gente huyó en estampida, atro-pellándose unos con otros. El arma seguía vomitando balas que desafortunada-mente encontraban destino.
La policía arribó presurosa al lugar, alguien tuvo la astucia de llamarlos. Eran muchos, venían fuertemente armados y dispuestos a acabar con Abner. Después de todo, un loco con una pistola no da lugar al diálogo.
–¿Te das cuenta? –le habló la voz una vez más–. No eres rival para mí, ninguno de ustedes lo es.
–¡Otros me reemplazarán!
–No me hagas reír, ¿quién? tú eras el último que sabía de mi presencia y ya ves, ahora esos a quienes proteges te eliminarán. Dejaré que ellos hagan el trabajo por mí ¿No te parece irónico?
–¡Eres un maldito! –le gritó y en ese preciso instante, una ráfaga de metralla perforó los vidrios del vagón del metro y Abner cayó acribillado.
–¡Lástima!, te ofrecí la oportunidad de formar parte del nuevo orden, pero la rechazaste amprándote esa inútil fe tuya. No vivirás para presenciar la era del caos y la perdición para los tuyos –pero el hombre no escuchó sus últimas pala-bras, su cabeza cayó hacia un costado y el arma se le deslizó de los dedos.
–¿Quién era este loco? –preguntó el oficial a cargo del grupo especial.
–Nos informan que su nombre era Abner Estrada. Escapó anoche del hos-pital para enfermos mentales. Estaba en aislamiento, sufría de paranoia. Era un paciente muy peligroso, mató a quienes se interpusieron en su camino.
–¡Maldito, desquiciado! –gruñó el oficial–, dejó un regadero de sangre en este carro.
–Bueno, con su muerte se acaba esta pesadilla ¿no le parece, capitán Oses? –pero el oficial no respondió, se había quedado ensimismado y con el ros-tro desfigurado por el pavor al oír esa voz en su cabeza.
–Hola, capitán Oses, ¿me recuerda?, soy Icranus, cómo ha pasado el tiem-po ¿no?

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