El Alosauro



–Hola, Edgar –lo saludó la secretaria– ¡Uf! Esa cara –exclamó con sarcasmo–. Se nota que no ha dormido bien ¿eh? –agregó–. Aquí está la información solicitada.

Le extendió las carpetas y él las recibió de manera instintiva. Se le notaba distraído, más bien cansado por la falta de sueño y el exceso de café. Aunque no lo bastante como para ignorar el generoso escote de Ema. Aquellas formas sinuosas se cimbraron como la gelatina cuando el edificio se remeció. Ema dio un grito.

–No se asuste, están demoliendo el edificio de enfrente –le dijo para calmarla.

Comprobó esto a través de la ventana, a espaldas de Edgar. La bola de hierro arrancaba trozos de la estructura, como si fuese un raptor devorando su presa.

–¡Que susto! –Exclamó–, creí que se vendría abajo el edificio ¿Necesita algo más? –preguntó con actitud solícita.

–No, muchas gracias, puede retirarse.

Edgar dejó caer sobre la butaca, como un animal exhausto, pero lo suyo no sólo era cansancio físico, también el stress propio de la presión a la que había estado sometido en los últimos días. Un periodista que dividía su tiempo entre los artículos que preparaba para el periódico y las novelas fantásticas de su producción, que eran su medio de escape de la rutina diaria.

A menudo pensaba en las palabras de Borges: "la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido." Y fantasear era lo que cautivaba al caucásico cuarentón. Muy a su pesar, el fantasma de la frustración rondaba en su vida, porque no había obtenido los reconocimientos que él esperaba por sus trabajos en periodismo de investigación. La inspiración era una musa ausente tratándose de reflejar la realidad.

Trabajaba en un artículo sobre los dinosaurios, pero como nunca, su mente estaba en blanco, como la pantalla de su laptop, cuyo cursor titilaba a la espera de datos que no llegaban. El esquivo proyecto sólo constaba de un título en negrilla: “Los pelvisaurios” y tan curioso encabezado aludía a uno de los factores que diferenciaban a reptiles de dinosaurios.

La forma de su pelvis y su conjunto de huesos que les permitían adoptar una posición erguida. Esta era una de las pruebas más concretas de su evolución por sobre los reptiles, que aún hoy seguían desplazándose agachados. Leyó por ahí que un número importante de científicos consideraba que estos animales merecían desligarse de sus primos, para formar su propia categoría taxonómica.

Se sumió en pensamientos ambiguos que sólo lo conducían a un callejón sin salida.

Garabateó algo en la pantalla, pero que seguía sin convencerlo.
Aún cuestionaba la elección de esta temática. Desde su infancia se sintió atraído por los llamados: “lagartos terribles”. Una mezcla de miedo y fascinación eran los sentimientos que experimentaba cuando pensaba en ellos. Especialmente en el Alosauro. 

Le tomó tiempo superar el pavor que experimentó al verlo en  televisión, cuando apenas tenía cinco años. Esa imagen lo marcó de por vida.

Se reclinó en la silla, cerró los ojos por un momento, más sucumbió ante el cansancio. Sus pensamientos se mezclaron con los sueños y así fue que se perdió en el inconsciente. 

Se vio en medio de un bosque de árboles ralos, follaje espeso y donde abundaban los mosquitos. Pudo percibir la tibieza y humedad de un clima tropical, donde la brisa cálida se filtraba entre las coníferas: Pinos, Tejos y Araucarias eran las variedades que observó a su alrededor. Sus cilindros de madera se erguían altivos y sus copas se encumbraban tratando de alcanzar las nubes. Aquello tenía que ser un sueño porque un bosque de esta naturaleza sólo existió en la era mesozoica, hace noventa millones de años atrás. Se quedó de una pieza ante las secuoyas, que eran los más grandes en esta era de gigantes. Salvo estos titanes prehistóricos, no aparentaba ser diferente de los bosques del siglo XXI, excepto por la ausencia de vegetales con inflorescencias, una de las características propias del período Jurásico. 

Abundaban las cicadáceas, una planta similar a la palmera, sus hojas se parecían a los helechos y se extendían en abanico en su parte superior; eran el bocado predilecto de los sauropodos. Más un gruñido lo dejó tieso como una estatua. Mezcla rugido de león y el barritar de un paquidermo, recordando que en esta época los antropomorfos aún no existían y era otra la especie dominante. 

Miró a su alrededor, pero los troncos sufrieron una suerte de mutación y parecían cerrar filas en torno a él, ocultándole el origen de esos gruñidos. Por un momento se sintió desorientado y el pánico comenzó a dominar sus acciones. No le gustaba para nada lo que estaba experimentando. El corazón le dio un brinco al escuchar nuevamente ese gruñido. La tierra vibró con cada pisada del saurio, que asomó frente a él acechándolo. Los brazos de Edgar cayeron flácidos y sus piernas parecían las de un muñeco de trapo. Se sintió como un niño indefenso ante el. Tuvo la impresión que era el mismo Alosauro de su infancia. Edgar temblaba de pies a cabeza y su semblante pálido como un papel, por el terror de saber que no tenía oportunidad alguna ante tamaño depredador. Sus miedos de la infancia lo traicionaban envolviéndolo en la oscuridad de un manto que le nublaba la razón. Palideció cuando el terópodo emprendió la carrera hacia él, bamboleando la cabeza como un avestruz. Más cuando se creyó perdido, la voz de Severino Abreu lo sobresaltó, devolviéndolo a la realidad.

–¡Edgar, amigo mío! –sacudió la cabeza despabilándose, miró a su alrededor agitado aún por el miedo– ¡Hombre! ¿Qué es lo que te ocurre? ¿mucha joda? –el obeso de ascendencia ibérica, era el editor en jefe y tenía la mala costumbre de hacer preguntas obvias, que irritaban a Edgar.

–No, sólo soñaba contigo y ya ves, al final los malos pensamientos terminan materializándose –su sarcasmo no pasó inadvertido. Para Edgar, Severino era de la especie de editores sensacionalistas, aunque no necesariamente un mal tipo.

El edificio volvió a remecerse con los golpes de la bola de hierro, que pulverizaban la añosa estructura al otro lado de la calle.

–¡Coño de demoledora! –Gruñó el obeso–, ¡hombre! No imagine lo fastidioso que sería el ruido ¿eh? No me gustaría verme golpeado por esa mole de hierro –pero Edgar no le prestó atención– ¿Sigues trabajando en ese artículo sobre dinosaurios? –Severino se paseó por la habitación y verlo moverse provocaba el mismo efecto que observar a una morsa en tierra firme, luchando contra la fuerza de gravedad–, personalmente lo considero una pérdida de tiempo –arguyó–. Tus lectores esperan más historias sobre: la exobiología, la paradoja de Fermi, la hipótesis de la tierra extraña y todos esos tópicos que fascinan a tus fans. A propósito, me encantó tu columna sobre Stephen Baxter ¿eh?, no tenía idea que quiso ser astronauta, ¿de verdad lo consideras el sucesor de Arthur C. Clarke?

–Vamos, Severino, jamás has leído alguno de sus libros. Dime, ¿cuál es la razón de tu visita? –lo interrumpió, hastiado ya por la descarga de sandeces que manaban de su boca.

–Tengo buenas y malas noticias.

–Por favor, no tengo tiempo para adivinanzas, debo tener este artículo listo para mañana y tiene que ser bueno, para “cerrarle la boca” a esos idiotas que creen que soñar es un defecto congénito.

–Te daré primero la buena –sonrió haciendo caso omiso de los regaños de su subalterno–, eres candidato a los premios A.PE.C., para este año en la categoría de mejor columna editorial –( )A.PE.C., era el acrónimo de la Asociación de Periodistas de Chile, quienes seleccionaban los trabajos de sus pares en varias categorías y los sometían al juicio de un grupo de expertos. Ser nominado ya era en sí un premio, pero imaginar el reconocimiento público y un jugoso cheque para el primer lugar, fue lo que dejó así a Edgar, como si hubiese visto a su madre bailando desnuda en un cabaret–. Ya sabía yo que te iba a impresionar –se jactó el gordo.

–Bien, tienes mi atención, dime ¿cuál es la mala noticia?

–Bueno, el presidente del jurado será nada menos que Dante Castellón, tu “amigo” que te considera un pésimo periodista –exclamó Severino y sus dichos fueron como una estocada directo al corazón de Edgar. Bajó la cabeza con la misma desilusión que siente un político cuando su nombre no sale en primera plana. Se quedó allí, recostado ahora sobre el respaldo de su butaca. Castellón fue su profesor en la universidad y desde entonces se convirtió en su peor pesadilla. No podía sacárselo de su cabeza. Un verdadero raptor difícil de eludir, como ese Alosauro que lo tuvo “contra las cuerdas”. Ambos parecían conspirar en su contra, pero este pertenecía a una variedad diferente de depredador. Devoraba las esperanzas de sus presas, que eran principalmente los columnistas y sus trabajos periodísticos–. ¡Vamos, Edgar! No todo es tan malo, entre ellos estará también Alba, esa preciosura que alabó tu ensayo sobre “Hitler y la Lanza de Longinos” –una sonrisa poco inteligente se dibujó en su rostro–, bueno, te dejo meditando –dicho esto, se retiró del despacho. Severino se había especializado en descomponerle el día. Podría decirse que el suyo ya era un verdadero don.

Las horas pasaron y el sueño se volvió incontrolable. Llegó un momento en el que no pudo contra él. Entonces se vio nuevamente en medio de los bosques del jurásico, corriendo al punto que su corazón reventaría en su pecho. Escabulléndose entre el follaje y los raquíticos ginkos que parecían impedirle el paso. El Alosauro arremetió quebrando troncos y desgarrando hojas. Una manada de dryosaurios, que se asemejaban a gallinas del tamaño de un león, le cerró el paso. Para su fortuna, resultaron ser parte de la dieta del terópodo. Por ahora estaba a salvo. Exhausto, se parapetó tras el tronco de un árbol. Apoyó la espalda contra la corteza y se quedó allí a recuperar el aliento. Su paz no duró mucho. Tuvo la impresión que alguien pronunciaba su nombre en la distancia. La voz parecía acercarse a él cada vez más– ¡Edgar! –escuchó y al abrir los ojos, se topó con el rostro de Ema pegado a él. Su boca quedó a centímetros de la suya. Se vio tentado de besar esos labios carnosos. Pero cometer tamaña audacia podría significar sumarse a la lista de desempleados. Era la novia del gordo Abreu, con quien engañaba a su mujer–, ¿se siente bien? –preguntó ella con notoria preocupación.

–Sólo estaba cansado y me venció el sueño.

–¿Desea que le traiga café?

–Sí, muchas gracias.

–Acaba de llegarle esta invitación a la ceremonia del A.PE.C., lo felicito, supe que fue nominado a uno de los premios –acompañó sus congratulaciones con un beso en la mejilla y Edgar se estremeció al recibir la caricia.

–Gracias, Ema. Por favor cancele todas mis citas y no me pase llamadas, tengo que terminar este artículo –nuevas miradas a esa silueta de diva le devolvieron la tranquilidad de estar en el mundo real. Meditó sobre la relación entre el gordo Severino y su secretaria. Alguna bondad oculta debía tener para que ella se enredara con ese sujeto–. Quizás su dinero– exclamó, pero no la consideraba una mujer materialista. Como sea, esto y su renta, tan abultada como su barriga, era lo que envidiaba del obeso editor. 

Pasaban de las diez de la noche y terminó siendo el único en esa ala del edificio. El ruido de los trabajos de demolición quebraba la quietud–. ¿Es que no pararan nunca con su estruendo? ¡Hay gente trabajando aquí! –gritó iracundo, pero sus protestas no tuvieron eco. Su artículo no avanzaba a pesar de recibir fugaces flechazos de inspiración, tecleó un par de párrafos que corrigió una y otra vez, consultó los libros que poblaban su escritorio, pero no consiguió agregar más líneas al texto; muy pobre aún en contenido–. No pasará la crítica de Castellón, ese condenado hijo de… –su sentido común lo detuvo una vez más–, maldita “Ley de Murphy”, tenía que ser justo uno de los jurados del A.PE.C. Peor aún, es el presidente –más nada conseguía con lamentarse y así lo entendió, retomando su concentración.

Muy a su pesar, el artículo parecía resistirse a aflorar a la luz. Quiso despejar su mente por un rato, bebió un sorbo de café y encendió la televisión, para colmo de males allí estaba Dante Castellón una vez más, como una espina en su costado. En ese momento se refería a los pocos méritos de algunos de los candidatos al premio A.PE.C. Edgar se sintió particularmente aludido por sus ponzoñosas palabras. Apagó el aparato maldiciéndolo en todas las formas que conocía. Inevitablemente, la imagen del académico volvía a atormentarlo y parecía fundirse con la del Alosauro. Ambos raptores ansiosos por engullirlo de una sola mascada.

Una vez más se vio derrotado por la somnolencia y se perdió en los abismos del pensamiento. Habían transcurrido algunos minutos cuando una explosión lo sobresaltó. Se irguió de un salto como si la silla estuviera al rojo vivo. La violencia del estallido se pudo apreciar por los restos de madera y escombros que fueron proyectados en todas direcciones. Era nuevamente el Alosauro, que despedazaba la pared embistiéndola con su voluminoso cuerpo. El saurisquio emitió un rugido que lastimó los tímpanos de Edgar y fue lo último que pudo escuchar, luego todo se volvió silencio.

Esa mañana, Ema se topó con mucha gente en el edificio. Policías y para médicos reunidos en torno a la oficina de Edgar, que estaba hecha añicos, como si un enorme animal la hubiese demolido. Estuvo al borde de un infarto al ver los restos del infortunado periodista, que yacían bajo la bola de hierro.

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