Nueva madre

(La mágen es propiedad de su autor)


–!Despierta!, !Vamos, reacciona, no te duermas...! –aquella voz que parecía agitada, al punto de la desesperación, se oía distante, perdiéndose en la inmensidad como si se alejara, adquiriendo un eco extraño, tal como suena un grito en un acantilado. Se hizo el silencio, pero un mutismo tan absoluto, que supuso haber perdido por completo la audición. Tampoco tuvo noción alguna del tiempo y para colmo de males, el entorno se le antojó tétrico, envuelto en una oscuridad tan negra, que tuvo la impresión de que la vista también se le había apagado. De pronto, un sonido quebró la quietud con la intensidad de un relámpago y provocando un eco decreciente en sus oídos. Abrió los ojos sobresaltada, sin embargo, una luz tan intensa como el mismo Sol, la encandiló obligándola a protegerse con ambas manos. Con la respiración entrecortada se irguió, presa de una sensación de angustia que oprimía su corazón. Sus manos temblaban y no sabía por qué. Hizo esfuerzos por centrar la mirada e identificar el lugar donde ahora se hallaba. El resplandor se había pagado, pero sus ojos color miel tardaron en recobrar la nitidez. La penumbra volvió a dominar el entorno desdibujando las formas y opacando la vista. Más no pasó mucho rato para que las imágenes se fueran aclarando, como en un amanecer que disipa las sombras y trae consigo el color. En ese momento descubrió que estaba en el interior de una casa o al menos lo que quedaba de ella. Alzó la mirada y pudo ver un cielo gris por aquellas rendijas en el techo. Una briza fría entumió sus miembros.

Se paseó por aquel lugar que a primera vista le parecía conocido y una duda nació entonces en su cabeza ¿qué hacía ella aquí?, ¿acaso se trataba de una pesadilla? recorrió las derruidas habitaciones en su afán por esclarecer su presencia en aquel sitio. Sólo encontró escombros, polvo y demasiadas telarañas. La podredumbre de las tablas del piso evidenciaba el paso del tiempo. Temía lastimarse un tobillo en cada paso que daba. Una clara muestra de los muchos años que llevaba abandonado ¿Por qué entonces le parecía haber estado antes en esta vieja casona?

Frotó sus manos en un vano intento por calentarlas. Tras cruzar el umbral, se encontró en otra estancia en peores condiciones aún. Su corazón dio un brinco al ver a un roedor que cruzó tan raudo la habitación, que en un abrir y cerrar de ojos se escabulló a un rincón apartado. Tardó en recuperarse de la impresión, pues poco le agradaban estos bichitos como ella los llamaba. No obstante, un baúl que yacía medio sepultado entre los escombros, distrajo su atención. Frunció el ceño al verlo y cómo no, si ella tuvo uno igual. ”Coincidencia, tal vez“, se dijo, aunque este parecía a punto de desvanecerse a causa de lo viejo que era. De cualquier forma, se acercó a el con curiosidad. El polvo y el moho deslucían su aspecto. Se animó a levantar la cubierta, el óxido en sus bisagras dificultaron la tarea, chirriaron asemejándose al portalón añoso de un castillo. Un olor azumagado afloró del interior. Sus ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas al ver ahí aquellas pertenencias tan atesoradas. Recuerdos de su niñez que había olvidado y otras que creyó perdidas.

–¿Qué hacían aquí? –fue lo primero que cruzó por su mente. Identificó su banderín del liceo ya descolorido. También algunos de sus cuadernos, cuyas hojas estaban ajadas. Siguió hurgueteando con la emoción de una chiquilla. A sus manos fue a parar esa muñeca. Le trajo remembranzas que arrancaron lágrimas de sus ojos. Sí, era la misma, no cabía duda–. ¡Lolita! –exclamó quebrándosele la voz. La única muñeca que tuvo en su niñez. La estrechó en sus brazos sin importarle lo sucia que estaba– ¡Lolita! –repetía una y otra vez balanceándose como si fuese una infante que recupera su juguete predilecto. Sus manos escarbaron encontrando otros tesoros cuyo valor sentimental sólo ella conocía. Hasta que se topó con ese retrato–. ¿Mamá? –y su voz se apagó como ahogada por la pena. Efectivamente, era ella. Esa mujer, que en un arranque de ira, tildó de inconsciente y perversa, porque no aceptó su idilio con el que creía el amor de su vida. Ahora que observaba nuevamente esa imagen resquebrajada, se le antojó protectora y hasta dulce. Enternecía su corazón con cada frase que pronunciaba, con cada caricia, y a la que abandonó para aventurarse en una odisea de penurias y desencantos. Una partida que no estuvo exenta de los sinsabores propios de un rompimiento de lazos fraternales. La amargura atenazó su corazón y las lágrimas fluyeron como un caudal. Revivió aquellos momentos inolvidables junto a su progenitora. Parecían tan claros como si hubiese retrocedido en el tiempo–. ¿Por qué, mamá? –exclamó–, ¿por qué me atormentas? –insistió–, ¿Qué no ves que lo hice por amor? –arguyó–, sé que me equivoqué, no soy perfecta, como tú querías que fuera. Falté a mis promesas y al hacerlo, eché por la borda todos esos sueños que de niña tuve. Ahora lo comprendo muy bien, pero…, –sus manos cayeron sobre el regazo y su voz pareció contraerse, emergió apenas como un susurro–…, a veces las cosas no siempre resultan como uno quiere –mas sus palabras no tuvieron eco alguno. Allí, de rodillas en el suelo y la cabeza oculta ahora bajo los brazos, se abandonó al desasosiego. Molesta consigo misma por su debilidad y culpándose por sus errores– ¿por qué no te escuché? –recapacitó–. ¡Perdóname!, estaba cegada tanto por mi soberbia, como por causa de este amor espinoso ¡Qué estúpida fui! –concluyó en su delirio. Más en ese instante, una brisa tibia la recorrió entera, trayendo ese aroma a esencias perfumadas que saturó la atmósfera. Inspiró hasta llenar sus pulmones que ese efluvio que pareció infundirle nuevos bríos. En eso, un infante cruzó la estancia corriendo como si jugara– ¡Oye! –lo llamó–, ¡espera, pequeño! –pero el mocito no la escuchaba y corría con aire distraído. Ella se irguió para seguirlo. Salieron a un patio cubierto por una capa de pasto y rodeado de árboles. El pequeño se detuvo y se volvió hacia ella sonriente.

–¿Por qué llorabas? –sus palabras las pronunciaba con una ternura que rayaba en lo angelical. Ella no supo qué decir–. ¿Era por causa mía? –la muchacha frunció el ceño. Luego abrió los ojos y un escalofrío la recorrió entera–. ¿Acaso no me quieres? –la expresión de dolor en su rostro despertó en ella un sentimiento maternal tan fuerte que creyó no contenerlo en su pecho.

–¡Claro que sí! –exclamó con firmeza. El infante esbozó una sonrisa y ella estuvo tentada de estrecharlo entre sus brazos.

–¡Lo sabía! –pronunció él, mientras jugueteaba con la tela de su pantalón–. Temí que dudaras, pues si no me quieres, no podré venir junto a ti y me perderé, como un viejo recuerdo que después cuesta mucho traer del abismo del olvido.

La muchacha estaba perpleja, no podía creer lo que estaba ocurriéndole. ¿Sería posible aquello o acaso era su imaginación que la traicionaba?– ¡No! –se dijo–. No puede ser cierto. Debo estar enloqueciendo.

–¡Dudas! –la espetó él–, ¿Qué no entiendes que mientras más lo haces, más te alejas? No me apartes de tu lado –suplicó con lágrimas en los ojos de querubín– ¿Acaso no comprendes que quiero estar contigo?, ¿ser parte de ti?

Ella sintió el corazón tan oprimido que apenas podía respirar. Le extendió los brazos al pequeño aceptando al fin que no era otro que su propio hijo. Ese bebé nonato que se gestaba en sus entrañas ¿Cómo era posible que estuviera abrazándolo?, algo que sólo podía ser obra de un milagro o una pesadilla. Sea como fuere, quería disfrutar de ese momento. Cruzó por su mente la idea de que Dios le mostraba que una vida no se toma a la ligera. Acarició los cabellos del infante, estrechándolo en sus brazos. En ese momento reflexionó en que estuvo a punto de cometer un acto fatídico, imperdonable, asesinar a un hijo antes de nacer. “Aborto”, fue la primera cosa que cruzó por su mente cuando supo que estaba embarazada y creyó caer en un abismo sin fondo cuando él, su amor, le volvió la espalda dejándola abandonada a su suerte.

–¡Hijo!, ¿podrás perdonarme? –suplicó aprisionándolo entre sollozos.

–Espérame, que yo vendré a ti llegado el momento. Pero debes ser fuerte. Tienes que vivir para que yo exista –dicho esto la besó en la frente y se alejó hacia la arboleda. Se volvió por última vez para despedirse agitando su menuda mano. Luego desapareció tras los árboles. Ella, aún arrodillada, se quedó absorta, perdida la mirada en la distancia. Las últimas palabras del niño le daban vueltas en la cabeza “Tienes que vivir para que yo exista”. Un nuevo relámpago rompió el silencio una vez más, entonces se sobrevino ese destello luminoso que la cegó. Sintió que todo daba vueltas a su alrededor y se abrió un abismo a sus pies, absorbiéndola. Sumida en una odisea de locura como nunca antes había experimentado. Creyó escuchar voces lejanas que la llamaban.

–¡Ya la tenemos! –gritó alguien.

–¡Vamos, pequeña!, ¡despierta! –insistían.

–¡Eso es!, ¡Así!, ¡reacciona!

Pudo al fin abrir los ojos y un arranque de toz hizo reaccionar sus sentidos, que la golpearon como un tañido de campana. Pasó del sosiego a una vorágine de sensaciones explosivas, tal como ocurre cuando uno se recobra del horror de una pesadilla. Se ahogaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar el aliento. Estaba mojada de pies a cabeza. Miró a su alrededor. Había personas atiborradas entorno suyo y no sabía por qué.

–¡Esta viva! –exclamó jubiloso aquel hombre vestido de negro y amarillo, tenia un casco y pudo ver que era un bombero.

–¿Dónde estoy? –se animó a preguntar–, ¿Qué me sucedió?

–Has vuelto a la vida, pequeña –respondió él.

–¡Vamos, preciosa!, ¿no lo recuerdas? –interrumpió otro–, caíste al río, alguien arriba te quiere mucho, porque estuviste a punto de perecer ahogada.

–¡Hija! –reconoció en el acto aquella voz.

–¡Mamá! –la mujer se abrazó a ella y la aprisionó con fuerza–¡Perdóname, mamá! –repetía con insistencia y es que en su memoria se aclaro aquel momento previo a su caída al río, que por cierto no fue accidental.

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