Peregrino del tiempo

(la imagen es propiedad de su autor)




Un oficial de carabineros al que apodaban Coke, corría como alma que lleva el diablo por un callejón demasiado sombrío para su gusto, sus largas zancadas le permitían recorrer más rápido la distancia que lo separaba del delincuente al que perseguía. El fugitivo apuró el tranco, desesperado al ver que le pisaban los talones. Viró en una esquina perdiéndose tras la línea de edificación. El uniformado llegó al lugar con el corazón al borde del colapso por el cansancio. En ese instante, un relámpago quebró la quietud de la noche, luego un sismo sacudió el lugar haciéndole perder el equilibrio y derribándolo sobre el asfalto. Sólo duró breves segundos y enseguida, todo pareció volver a la calma, excepto el clima, que se fue tornando cada vez más crudo; algo poco usual en esta época del año.
Se incorporó con agilidad felina al observar que el sujeto corría ahora en dirección contraria, al parecer no encontró salida.
–¡Deténgase! –lo amenazó empuñando su revolver de servicio. Notó algo extraño en el hombre, no se parecía en nada al sospechoso que perseguía, aun-que la penumbra podría jugarle una mala pasada. Este se veía entrado ya en años, frenó su alocada carrera al ver al policía– ¡Arrójese al suelo boca abajo y con las manos en la nuca! –le ordenó, sin embargo, el sujeto no le prestó atención, miraba a su alrededor y se notaba desorientado, como un niño perdido– ¡Obedezca! –insistió, pero sin éxito alguno. Con el arma presta caminó hacia el recién llegado, cuyo actuar era extraño, se le antojó desvalido. Cuando ya estaba a escasos metros de él, se dejó caer de rodillas, gritando y ocultando su cabeza rostro con amabas manos. En eso, otro sismo de mayor intensidad remeció el lugar provocando que las alarmas de los vehículos sonaran con barullo. Era como una onda expansiva que se fue propagando cada vez más, sembrando el caos a su paso hasta perderse. Al cabo de unos segundos, se hizo el silencio.
El policía se levantó una vez más acercándose al extraño, este permanecía inmóvil. Aparentaba estar desmayado, mas la prudencia aconsejaba ser precavido, por ello el coke no se confió. Sin embargo, grande fue su sorpresa al observarlo con más detenimiento. Llamándole especialmente la atención su curiosa indumentaria. Parecía una especie de uniforme, muy rasgado y sucio, quizás se trataba de algún desquiciado.
–¡Matadme os lo suplico! –le dijo en un arranque de locura–, terminad con este suplicio al que he sido condenado por años.
–¿Cuál suplicio? –preguntó inclinándose junto al sujeto.
–Esta maldición que no acaba nunca –un arranque de tos interrumpió su diálogo–. Este vagar sin rumbo por un sendero sin principio ni final –agregó luego.
–Sea más específico –le pidió el hombre, sin entender una palabra de lo que el extraño le decía. Notó en él un acento curioso demasiado ibérico para su gusto ¿un español quizás?
–Si vos supierais de donde provengo no me creeríais, mi buen señor. A decir verdad, nadie en todo este largo deambular en solitario ha creído mi historia. Me he vuelto un verdadero peregrino.
El policía estudió el rostro del sujeto. Tenía cicatrices en sus mejillas, hue-llas de algún tipo de peste, Rubéola tal vez. También le llamaron la atención sus largas y canosas patillas, muy desusadas por cierto. Se notaba una persona des-conectada de la moda o de las costumbres actuales, especialmente por sus modales que eran poco comunes. Lo mismo que su atuendo, un muy maniatado uniforme que parecía ser del ejército colonial. Como los que alguna vez vio en las enciclopedias de historia. Se asemejaba a un soldado de la época de la Independencia, aunque no estaba muy seguro, nunca fue muy bueno en ese ramo en particular.
Un nuevo sismo, más intenso que el anterior, sacudió el lugar. El hombre gritó y se retorció de dolor. El policía pudo observar que su aspecto cambiaba con cada vibración del sismo.
–¡Está envejeciendo! –exclamó sorprendido. Efectivamente, como lo pudo notar, su rostro sufría cambios que menguaban su apariencia. Sus cabellos se tornaron blancos y su piel adquiría esas manchas tan propias de la ancianidad y las arrugas se volvían cada vez más pronunciadas. En eso, otro sismo más fuerte lo arrojó contra la pared cercana al anciano. Luego, todo volvió a la calma una vez más. Sin embargo, esta vez el sospechoso había desaparecido. El hombre miró a su alrededor intrigado por este hecho. Fue entonces que sintió aquellos pasos que se dirigían a su posición a toda velocidad. Aprestó su arma apuntando hacia la esquina. Una silueta emergió de detrás de la línea de edificación corriendo hacia él, otra figura corría también portando una pistola en la mano. El policía frunció el ceño. Aquella escena le pareció familiar. El sujeto que corría más adelante era el sospechoso al que él mismo persiguió minutos antes y que hace sólo un instante estaba tendido en el suelo. Pero ¿Quien lo seguía ahora?– ¡Deténgase! –quedó pasmado al escuchar esa voz, que reconoció de inmediato. Era la suya, sin lugar a dudas –¿Cómo es posible? , ¿acaso el tiempo ha retrocedido de alguna forma? –se preguntó en su fuero interno, no logrando digerir que se encontrara en dos lugares a la vez, como si tuviese el don de la ubicuidad. El sujeto se detuvo en seco al verse atrapado entre los dos policías que eran la misma persona, pero en instantes de tiempo diferentes–. ¿Quién demonios es usted? –le preguntó al extraño.
–A estas alturas, ni yo mismo lo sé –notó un dejo de angustia en su voz. El otro oficial llego caminando con el arma apuntando hacia ambas figuras. Había poca luz en el lugar y no lograba divisarlos bien.
–¡Soy el oficial Jorge Astorga! –se identificó–. ¿Quién es usted? –preguntó dirigiéndose al otro policía. Movió su cabeza intentando verle a la cara a la silueta oculta en las sombras.
–Soy alguien que usted conoce muy bien, oficial Astorga –le respondió aquella voz.
–¡Salga a la luz! –ordenó sin dejar de apuntar el arma –el hombre se paró bajo la luz de los focos de alumbrado público. Jorge bajó el arma atónito al ver su propio rostro en la faz de aquel sujeto que tenía enfrente.
–¡Que mierda pasa aquí! –exclamó confundido el hombre.
–Esto parece una pesadilla –agregó su otro yo.
–¿Cómo ocurrió esto? –preguntó el recién llegado.
–No lo sé, pero lo que haya sido, está relacionado con este sujeto. De algu-na manera, interfiere en el tiempo provocando interrupciones en el mismo. Una suerte de “tiempo cero” –su otro yo le propinó una mirada escrutadora al extraño, sin acabar aún de entender lo que ocurría.
–¿Quién eres? –le preguntó al aparecido, sujetándolo de las solapas.
–Mi nombre es Rolando De la Cruz González Rosales, primer clarinete del ejército de mi general, Bernardo O’Híggins, para servirle a su merced –respondió con un nuevo arranque de tos.
Ambos quedaron atónitos ante tal respuesta, que les sonó.
–¿Es acaso una broma? –gruñó muy ofuscado el Coke que acababa de llegar.
–Ojala y lo fuera, mi buen amigo –pronunció, arreglando lo que restaba de sus ropajes, que ya más bien parecían harapos mal olientes– .Basta que miréis mi uniforme o lo que queda de el.
Observaron de pies a cabeza al misterioso individuo. Su apariencia no era precisamente de este siglo. Vestía una chaquetilla azul marino, cuya pechera roja tenía seis hileras de botones a cada lado. Lo que quedaba de las borlas de sus hombreras, estaban ya descoloridas y rotas. Sus botas estaban raídas, evidencias de un largo deambular. Una cartuchera de cuero desgastado y pobremente curti-do, cruzaban su torso, pero ya no portaba su daga y había perdido su carabina. No obstante, parecía tan inverosímil, que no la consideraron suficiente prueba.
–¿Qué hace aquí entonces?, ¿cómo fue que viajó en el tiempo?
–Ni yo mismo lo sé –señaló con voz cansada y entre convulsionados tosi-dos–, todo esto se inició cuando cruzábamos la cordillera de los Andes, en el año de nuestro Señor de mil ochocientos diecisiete. El destacamento lo encabezaban dos grandes generales, mi general O’Híggins y el general San Martín. El frío era intenso y con mi compañero Pancho, “el winka”, nos sentamos un rato a descansar. El me ofreció un trago de chupilca para el frío. El clima era implacable allá en las alturas cordilleranas. Se nos “pasó la mano” con la chupilca y nos perdimos de la caravana. Intentamos en vano retomar el rumbo y se inició una fuerte ventisca que nos helaba la sangre –la fuerte tos lo interrumpió, los dos policías lo ayudaron a tomar asiento en la cuneta–. No pudimos dar con el paso del Bermejo, por donde nuestra división cruzaría el macizo andino. El “panchito” se resbaló en la nieve y cayó a una hondonada, se rompió la pierna, pude verle el hueso asomar “eñor”. Me asusté como si hubiese visto al mismísimo mandinga. En eso, un rayo nos golpeó, sentí quemárseme la piel y una luz muy blanca en rededor, caí como muerto sobre la nieve –hizo una breve pausa mientras se cubría el rostro con sus manos en señal de cansancio–, así comenzó mi aventura.
–¿Qué pasó con el “panchito”?
–No lo he vuelto a ver desde esa vez.
–Es increíble –aludió uno de los oficiales, quienes no dejaban de mirarse entre ellos, sin poder convencerse del todo.
Otro violento sismo hizo estremecerse la tierra y una serie de relámpagos iluminaron la bóveda celestial.
–¡Va a comenzar de nuevo! –gritó el hombre, incorporándose con brusque-dad– ¡Ayúdenme por amor de Dios! –insistió visiblemente aterrado.
Un nuevo relámpago cayó sobre la calle dejando un cráter en ella. El asfalto ondulaba por el sismo que ahora se intensificaba cada vez más. La gente salía de sus casas y el pánico se apoderó del lugar. Coke observó atónito como un nuevo rayo cayó sobre el misterio hombre iluminándolo como si fuese una antorcha. El sujeto gritaba a voz en cuello y todo era una locura en torno a él, pues las alarmas de los autos sonaban ininterrumpidamente, los vi-drios de las casas volaban en pedazos, la gente que huía despavorida y los perros ladraban sin parar. Toda una sinfonía de locura. El mismo no podía mantenerse en pie por las ondulaciones del terreno y fue arrojado al suelo por la fuerza del sismo. Luego observó al desdichado desaparecer sin dejar más rastro que las secuelas de aquel temblor que ahora cesó tan rápido como había comenzado.
Se puso de pie y miró a su alrededor, había vuelto la calma, incluso el cielo pareció despejarse. La gente se recobraba del susto y comentaban lo sucedido, aunque se referían al sismo, aparentemente, nadie pareció reparar en el misterioso soldado colonial. Recordó a su otro yo, lo buscó por las inmediaciones, pero fue inútil, se había esfumado.
El policía se quedó allí de pie en medio de la calle, miró hacia lo alto y la Luna ya asomaba tímidamente entre las nubes grises que comenzaban a disipa-ban. La sirena de una patrulla se oyó cerca del lugar, era su compañero, que para variar llegaba tarde al lugar de los hechos. Este sería un hecho que el hombre no olvidaría fácilmente. Muchas preguntas lo abrumaron en aquel instante, pero entre todas ellas una cobraba más fuerza y era saber si el peregrino del tiempo podría algún día volver a su propia época y recobrar al fin el tiempo que había perdido en esta loca odisea suya. Pero eso nunca lo sabría.
-¡Hey, Coke! ¿Qué te has llevado haciendo? –lo espetó el recién llegado–, me dejaste sólo capturando al ladrón de la tienda de abarrotes –pero él no le prestó atención, su mente estaba en otro lugar y en otro tiempo.

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