Lealtad Quebrantada

(La imagen es de propiedad de su autor)




Lo que partió como un juego de niños fue tornándose paulatinamente en una situación que podría tildarse de grave. Europa, que fue mi novia en aquellos años, cuando se es joven y se mira la vida con incertidumbre, me sugirió que hay cosas que no conviene tomarlas a la ligera: que por mi bien desistiera de ello. Lo decía con cierta cuota de preocupación, mas hice oídos sordos a sus advertencias. Tal vez porque el modelo de padre autoritario y machista que tuve, me hizo ignorar el hecho de que las mujeres son más intuitivas. Además, ser terco es una característica que me acompaña desde mi infancia y a estas alturas de mi vida creo no lograré erradicar.

El asunto es que me he preguntado en más de una ocasión sobre la veracidad de aquellas leyendas urbanas de seres misteriosos, que viven una vida paralela a la nuestra. Europa era presa de los nervios cuando me refería a esto y se esmeraba en cambiar de tema, mas yo persistía casi al filo de lo enfermizo. Creo esta fue la razón de nuestra ruptura.

No es novedad que en el último tiempo han cobrado fuerza personajes tales como vampiros, licántropos, mutantes y toda suerte de figuras del cine y la televisión. Sin embargo, no hemos reparado en otra clase de sujetos, tan mortales como nosotros, y al mismo tiempo, superiores en ciertos aspectos.

No sé en qué momento me nació esta inquietud, asumo que ocurrió producto del tipo de literatura que leía o con quienes me relacionaba. Precisamente a uno de esos sujetos le debo mi actual situación y fue quien me introdujo en este submundo. Ese al que llamé camarada era Melem, un nombre peculiar, según Europa es de origen sumerio. Ella no congeniaba con él y en más de una ocasión se molestó cuando nos reuníamos.

Melem no era un adolescente que podría tildarse de normal, por el contrario era un sujeto macilento y delgado al punto de lo quebradizo. Su rostro escuálido parecía no tener lugar para una sonrisa. Los demás se apartaban de él, quizás le temían. Sobre todo cuando miraba con esos ojos suyos que parecían tomar posesión de uno.

Recuerdo que con frecuencia hipnotizaba a quienes creía débiles de mente; jugaba con ellos. Los obligaba a ejecutar rutinas jocosas, nada serio. Pero las cosas fueron cambiando con el tiempo, él mismo iba sufriendo la metamorfosis propia de la madurez y sus juegos ya no eran divertidos.

 –Mira, haré que Chandía cacaree como un gallo –dijo aquella tarde. Conociendo sus travesuras yo no lo tomé en serio, aunque en esta ocasión había un agravante, Chandía era profesor de la facultad donde estudiábamos y tenía enemistad con Melem. Recuerdo que llamó al académico y tras mirarlo fijo a los ojos, este enfiló hacia la calle, aleteando con los brazos y bamboleando la cabeza, cual gallo que corteja a las gallinas. Aquello parecía algo absurdo hasta que me enteré que al día siguiente encontraron su cuerpo, escuché que sufrió un derrame cerebral. Desde ese día comencé a ver con otros ojos a Melem.

Tuve la osadía de ofrecerle una paliza si intentaba hacerme algo igual. Un amago de sonrisa me mostró que había algo de humanidad en él, aunque me supo más a arrogancia. Medité en las razones por las que se allegó a mí, lo único que teníamos en común era nuestra falta de popularidad y un pasado turbio. Aunque no podría decir que existió amistad entre Melem y yo, quizás lo miraba como a un hermano pequeño, solitario y falto de afecto. Me trajo reminiscencias de mi niñez, cuando mi padre era un ser ausente; le daba más importancia a su katana, la adoraba como si fuera su vástago. Yo la miraba con desaire, sentía celos de ese objeto, cuyo filo podría hendir el metal con la misma facilidad con que cortaría el papel de arroz.

Me daba vueltas en la cabeza ¿Qué era Melem? Fue Europa quien me iluminó con la verdad, mas no como yo esperaba. No le fue fácil y aunque ella lo odiaba, sabía también que soy temperamental y temía que corriera a hacer justicia con la elocuencia de los puños.

Con lágrimas en los ojos me confidenció que el maldito abusó de ella, se valió de sus facultades mentales para doblegarla. La furia me inundó como la fiebre, hizo arder mi cuerpo. Europa, arrepentida, trató de detenerme en mi afán de hacerlo pedazos.

Entre sollozos me advirtió que él no era humano y que no es el único de estos seres, que hay miles o quizá millones de ellos y aunque viven entre nosotros, se esmeran por pasar inadvertidos. Que incluso podrían ser considerados un eslabón en la cadena evolutiva y que las leyes de Darwin y de Mendel los clasificarían como nuestros sucesores. Esto da que pensar, más aún cuando el desdén que sienten por la raza humana se ha agudizado con el devenir de los siglos, no obstante, nos necesitan, de la misma forma que Drácula requería de los servicios de Igor.

De pronto medité en el asunto ¿Cómo es que ella sabe tanto al respecto? Me miró con sus ojos turquesa y creí ver reflejada la culpa en ellos. Tardó en hablar, parecía buscar las palabras adecuadas, algo poco usual, pues siempre fue muy elocuente; demasiado tal vez y esto me hacía sentir herido en mi amor propio. Parecía un idiota junto a ella, peor que un infante que se enamora de su maestra.

 –Soy una de ellos –. Dijo y recurrió a sus últimas reservas de energía para pronunciar aquellas palabras, que tuvieron el mismo efecto que una estocada directo a mi corazón. Recuerdo que me quedé helado como una roca–. Mi madre es humana –agregó justificándose–,  y por eso no todos odiamos a la humanidad, yo sé que hay en ella seres nobles, como tú. Los otros me consideran de raza impura. Melem en cambio desciende de los primeros híbridos y esto lo convierte en un ser peligroso, porque ve en ustedes a una plaga. Cuídate de él, pues es impredecible.

Estaba confundido, no sabía qué hacer o qué decir. Me sentí engañado al enterarme de la verdad, que resulta tan esquiva y suele causar dolor cuando aflora. Quizás por ello me desentendí del impacto que me causó aquella confesión, ni siquiera reparé en las nuevas advertencias de Europa, sé que nacían de lo más profundo de su ser y aunque no era del todo humana, aún la amaba. Tampoco quise escuchar cómo se hacían llamar estos entes, creo que los apodó hiperboreos, ese pueblo que visitaba Apolo, aunque estas entidades distaban mucho de cómo los describe Píndaro en sus odas.

 –¡La cabeza! –Recuerdo que fue lo último que me gritó ella– ¡Córtale la cabeza! –La furia tomó posesión de mí en aquel instante, cogí la catana favorita de mi padre. Me sentí como Perseo a la caza de la Gorgona.

Está vivo en mi memoria ese instante en el que ingresé a su habitación, él permanecía sentado frente a su laptop, en esa butaca de cuero que evocaba a la década de los cincuenta con su tono marrón; tenía ruedas y era su preferida. Melem se reclinó en el respaldo, la silla se balanceó y dejó su torso en un ángulo que parecía el adecuado, como en una mecedora. Me miró de la misma forma que tal vez Julio César observó a Brutus cuando este le clavó el puñal. A diferencia del César, era evidente que Melem conocía mis intenciones y no sólo porque traía conmigo tamaña hoja. Leí en sus ojos que la lealtad fue quebrantada, él sabía que yo no iba a desistir de mi plan, sin importar las consecuencias. Ya no éramos niños y debíamos pagar por nuestros actos.

Ha pasado el tiempo, hoy los barrotes son mudos compañeros en la soledad de mi celda. Espero mi condena, pero mi consciencia está limpia, hice lo que dictaba el sentido común. He pensado en lo fácil que fue acabar con él y este triunfo mío no es otra cosa que su propia subordinación. Sí, se puso de pie arrodillándose frente a mí y se entregó al verdugo con mansedumbre. Quizás mi amistad algo influyó en él. Fue rápido. No lo dejé hablar, sólo vi su mirada, como la de un cachorro indefenso. Ese poder que antes exhibía con garbo ahora lo había reprimido.

La hoja siguió su trayectoria, limpiamente, la cabeza fue a parar al sillón que la recibió como a una joya en su superficie acolchada, teñida ahora de carmín. El cuerpo se vino de bruces y de inmediato la sangre mano de las arterias, del mismo modo que la champaña aflora de su envase. Dicen que el cerebro aun funciona unos segundos después de la decapitación. Yo doy fe de ello, pues Melem me sonrió por un instante fugaz, luego cerró sus ojos para no volver a abrirlos. Le di un puntapié a la butaca, mi odio hacia él no terminaba con su muerte. La silla se estrelló contra la pared y la cabeza rodó por el piso. Ahí la encontraron los policías, apoyada en un rincón y la silla frente a ella, como rindiéndole tributo.


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