EL OLEO


(La imagen es de propiedad de su autor)


Ikeda es el estereotipo del turista que recorre con la ansiedad de un chiquillo cada uno de los lugares característicos de cualquier metrópoli europea, inmortalizando con su cámara monumentos o espacios urbanos.

Aquel museo de arte era su última parada y parecía retener en su frontis el estilo de principios de siglo. Se dejó seducir por los oleos que poblaban sus  paredes. En una amalgama de estilos y colores como en un sueño sublime, donde la razón parecía difuminarse en el nirvana de la ilusión.

Si embargo, cuando creía haberlo visto todo, fue que quedó así, paralizado de pies a cabeza cuando observó ese retrato, como si fuera una deidad que se materializó frente a él. La imagen de una mujer se destacaba en el.

Meditó en que no recordaba haber  visto antes una hembra de tal belleza. De piel cuya tersura competía de igual a igual con la fineza de la seda y el blanco inmaculado de la cima del monte Fuji. A Ikeda le recordó a las obras de Raphael o Boticelli, rostros de porcelana y labios que invitaban a fundirse en el fulgor de un beso.

Por supuesto que el oriental no quedó indiferente ante aquella postura seductora, tendida de espaldas sobre el lecho, apoyando sobre el brazo ese rostro suyo que parecía el de una musa. Así estaba, con el torso desnudo, sus pechos empinándose como dos montañas que se esmeran por alcanzar las nubes. El nipón no supo por qué le temblaron las manos e inconscientemente estas adoptaron una postura curvada, como si aprisionara en ellas un fruto del tamaño de esos pechos.

No pudo evitar sentirse atraído por esta imagen que era un tributo al erotismo, más aún al observar la sábana  cuya tela aparentaba ser tan fina como una caricia que se desliza por la sinuosidad de sus muslos y que apenas ocultaba la intimidad más apetecida de aquella mujer, casi como un guiño.

Su mente lo indujo inevitablemente a imaginar aquella húmeda y palpitante cavidad, como una gruta misteriosa y ávida de ser explorada en profundidad. La sábana apenas la cubría como insinuándose y a ratos parecía amoldarse a esos pliegues femeninos. Esto estimuló sus sentidos a más no poder. 

Entonces, algo extraño ocurrió, no supo si era presa de una alucinación, pues creyó ver que la pierna diestra parecía asomar fuera de la pintura, como en una imagen en tercera dimensión. Se frotó los ojos rasgados en un intento por borrar aquel espejismo.

Por un momento creyó ver ahí, junto al respaldo de la cama, a una multitud de sujetos con expresión de pánico en sus rostros, como penitentes en el patíbulo. Sin embargo, la mirada de gata mimosa de aquella mujer lo seducía. Hasta creyó verla sonreír y esto lo cautivó. Entonces nada más importó sólo admirar a esta musa que ofrecía sus encantos como dádivas. No era fácil desentenderse de ellos.

La sábana parecía caer hacia el suelo invitándolo a tirar de ella y descubrir tan preciados tesoros femeninos para deleite suyo. Sin preámbulo, Ikeda aceptó este ofrecimiento. Cogió la tela y tiró de ella con la lentitud necesaria para darle una cuota de sensualidad a este cuadro del cual ahora formaba parte.

Poco a poco la sábana se deslizó acariciando la piel que parecía agitarse al roce de aquellos pliegues, desvistiendo las caderas y el vientre.

El hombre quiso apurar el trámite y jaló más fuerte.

Fue entonces que vino lo inesperado.

Algo tiró de la sábana del otro lado del cuadro con tal fuerza, que a Ikeda se le soltó la cámara y tuvo que sujetarse de la mampostería para no ser engullido por aquel oleo. Pudo percibir la tibieza y sinuosidad de esos pechos aprisionándose contra su rostro.

Quiso desprenderse de aquella tela  que ya no lo seducía en absoluto, no obstante, le fue imposible, parecía adherida a su epidermis como si formara parte de ella. Se asemejaba al  apéndice de un espectro que se empeñaba en arrastrarlo al Hades.

Lo que al comienzo fue fascinación para él e incluso propio del morbo, ahora mutaba en pánico, el mismo que invade a los seres vivos cuando su existencia se ve amenazada.

Luchó con todas sus fuerzas, como el insecto que se agita y aletea para desprenderse de las redes de un arácnido.

Para Ikeda, aquel instante pasó a convertirse en una escena salida de una novela de H. P. Lovecraft. Gritó a voz en cuello, pero como es habitual nadie acudió al vocerío y se ahogó en el silencio.

Esa noche el guardia se paseaba por los salones en su ronda habitual. Encontró la cámara tirada en el parquet.

–¡Mmmm! –Exclamó– Otro turista perdido.

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