JUNTO AL PUENTE



(La imagen es de propiedad de su autor)




Mi padre me inculcó desde pequeña el hábito de desarrollar mis fantasías, de tener sueños sublimes. Después de todo, así nos mantenemos vivos.

–Tus sueños y fantasías serán tus únicos compañeros –solía repetir–. Somos seres solitarios y condenados a ocultarnos al abrigo de las montañas o los bosques de secuoyas ¡Ah! Esos árboles añosos y envueltos en una mística y sapiencia únicas. Apégate a ellos para buscar refugio porque al allegarnos a la tierra o a los árboles, nos volvemos uno de ellos y así dejamos este mundo que ya no da cabida a seres como nosotros.

Recuerdo que desde mi niñez viví rodeada de secuoyas, me acostumbré al rechinar de sus troncos y a la perenne danza de sus ramas al son de las corrientes. Se erguían por sobre la foresta y empeñándose en impedirme el paso. Llegué a creer que se movían. Tal vez acatando un mandato de mi padre, él les hablaba y los macizos parecían prestarle atención, como verdaderos guardianes.
Aunque hoy en día, sus troncos, que tienen la anchura de una casa, no serían suficientes por sí solos para servirme de refugio, los requeriría a todos, como a una falange romana. Es que con el paso de los años todo me resulta ínfimo.

Mi padre, hombre robusto como aquellos árboles, se fue volviendo viejo y anquilosado hasta que partió al viaje sin retorno y de él sólo me queda el recuerdo de sus enseñanzas. Tal vez se volvió un árbol o un montículo de respetable tamaño. No lo sé. Reía poco, eso sí y pienso que sufría mucho más de lo que aparentaba. Quizás por el prematuro deceso de mamá.

En más de una ocasión lo descubrí con los ojos enjugados, añorando su compañía.

Supe que ella murió a manos de esos seres perversos a los que él apodaba: los pequeños demonios. Me habló poco de ellos, tal vez me protegía de su maldad.

Es triste enterarse que una es la última mujer de nuestra especie, extinguida por la maldad de esas pequeñas criaturas que aparentan ser inofensivas. Debería odiarlos por matar a mi gente, por destrozarle el corazón a mi progenitor y robarme el futuro.

No estoy segura que mi padre se diera tiempo para soñar alguna vez, yo creo que la pena no se lo permitía. Ser nómades, siempre huyendo de esos endemoniados seres, le roba a uno las esperanzas.

Al final creo que sólo consiguió resignarse a la soledad, mas yo soy diferente, ansío la compañía de alguien con quien compartir experiencias. Creo que esto lo heredé de mamá, ella era sociable y esa fue su perdición. Seres como nosotros no tienen cabida en un mundo dominado por esas minúsculas criaturas, nos temen y por ello son peligrosas.

Papá tenía un corazón noble, no les guardaba rencor por la muerte de mi madre. Decía que no podía caber tanta maldad en seres tan habilidosos. Se refería a esas construcciones maravillosas que eran el fruto de sus manos. Estoy convencida que él se alejó de las secuoyas para ser testigo de esas obras: templos con campanarios, casonas con techos de tejuelas, pero lo que más lo seducía eran los puentes, creo que así los llamó. Magistrales en su diseño, que unen caminos y cuyas estructuras se yerguen como las montañas. 

Medité en que tal vez él quiso volverse una de esas obras cuando le llegara el momento de la metamorfosis. 

Nunca me topé antes con un pequeño demonio, mi insaciable curiosidad me impulsó a abandonar la profundidad del bosque para acercarme a las zonas donde habitaban estos seres. Igual que hizo mi madre. Quedé de una pieza cuando me encontré a esa criatura. Llegué a considerarlo un golpe de suerte ¡Que tonta!

Emitió raros sonidos que apenas pude percibir y gesticuló con esas protuberancias que parecían ser brazos. Asumo que aquella era alguna clase de expresión de temor o algo por el estilo. No lo sé. Lo único claro es que tenía la fragilidad de una mariposa. Recuerdo que corrió como si empeñara la vida en ello. 

La seguí, más me era difícil, es como intentar atrapar a una hormiga. Cómo explicarle que mi ánimo es sólo el de hacer amistad.

Ahora comprendo por qué no puede existir camaradería entre ellos y nosotros, pues nos ven como a una amenaza y huyen. Ese miedo quizás se vuelve en odio y así terminan por volcar la desidia en nuestra contra por ser diferentes.

Me arrepiento de abandonar las secuoyas, ellas al menos no se fugan, están ahí desde siempre. Ahora en mi afán de hacer amistad y mi inexperiencia al tratar con estos seres, he cometido una falta de la que me arrepiento. Bueno, qué puedo decir, la criatura era tan minúscula y mis pies demasiado grandes.

Lamento lo ocurrido, pues nunca sabré cómo se llamaba o si tenía padres. No pude compartir con ella mis sueños y enterarme de los suyos.

En medio de esta tragedia fue que vi el puente, justo ahí, tal como lo describió mi padre.

Fue en aquel lugar donde pereció mamá.

Esa estructura de mustios relieves, nos une como familia.

Me embarga la emoción de este hallazgo. Acaricio los pilares y pienso en que mi madre estuvo aquí, apoyada su espalda mientras la vida se le escapaba como el agua escurre entre los dedos.

Me siento abatida, la soledad me derrumba y los años me aletargan, creo que me sentaré aquí a esperar las sombras, justo donde mamá lo hizo. Miro el puente y cruza por mi mente la idea que quizás mi padre mutó en una forma similar, quien puede saberlo.

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