Primer Capítulo de 
Réquiem Para Tahínus 



Estimados amigos, inexorablemente el tiempo fluye como las aguas de un río que buscan alcanzar la inmensidad del océano, así es como el lanzamiento de mi novela se acerca paulatinamente a su apogeo. He dado algunas señales de cual es su trama. Hace algún tiempo atrás compartí con ustedes el Prólogo de la misma y creo que ya es momento de liberar el primer capítulo.

Así es, nada mejor que dar a conocer las primeras líneas que le dan curso a una trama que los conducirá por misteriosos caminos en la leyenda de Tahínus. Espero les guste y prepárense al inminente lanzamiento.



(La imagen es sólo referencia y pertenece a su respectivo autor)



El encuentro con los pálidos.



Carinto en el ocaso del dominio de los titanes.

Atardecía en la ciudad edificada en las faldas de la montaña Apelin, cuya fumarola parecía dormida confundiéndose con las nubes allá en las alturas. En el salón principal del palacio se llevaba a cabo una asamblea que se caracterizaba por el bullicio de los parroquianos más que por los tópicos que ahí se trataban. Dilucidar una conversación coherente frente a tal algarabía se tornaba una tarea titánica, pero me esforzaré por reproducirla lo mejor posible.
–¡Leones salvajes! Puedo asegurarles que fue una imagen desoladora ver a mis hermanos con la derrota dibujada en sus rostros y atropellándose unos con otros en el campo de batalla, como si fuesen borregos que huyen de los lobos –recalcó el mensajero. Los rostros de los presentes se deformaron por la rabia–, yo mismo oí a los “alados” autoproclamarse amos de este reino ¿Cómo se atreven a mentir de esa forma? ¡Fue Eaton quien nos lo legó! ¿Por qué se empeñan en hacernos creer que somos extraños en nuestra propia tierra?
–¡Malditos! –Vociferaron a coro los otros soldados, parecían intuir en ese testimonio que esos a los que llamaban alados se estaban saliendo con la suya. Entonces Navit, más conocido como “el primer Ubim”, se irguió en actitud desafiante.
–Han apresado a muchos de mis súbditos, que son ahora mis hermanos en esta hora de infortunio ¡Nos las pagarán! Ya verán cuando conquistemos su ciudad y capturemos a ese condenado Kerakar, su primer Ubim. Ya es tiempo que acabemos de una vez por todas con esta guerra y cuando eso ocurra nosotros, los verdaderos hijos de Tahínus, los expulsaremos de nuestra nación –Alzó los brazos y sus lacayos vitorearon su nombre.
–¡Salve, Navit, primer Ubim de Carinto! ¡Señor de los terracontes!
La algazara llenó de vitalidad el comedor y sonó como una sola voz.
Es menester detenerse un instante para aclarar que el  título de primer Ubim se remontaba a épocas ancestrales e identificaba a un individuo como el primero de todos. Con derecho a recibir honores y obediencia del resto. Era siempre el que tomaba la palabra y quien decidía  las acciones a seguir. Algo semejante a un soberano o un regente.
Bien, despejada esta incógnita podemos retomar la historia señalando que a un costado del salón estaba Nekut, uno de los sirvientes del palacio que una vez más desatendía sus deberes para escuchar esas enérgicas voces. Su porte parecía demasiado menudo en comparación con la talla de los soldados. El suyo era un vicio que lo relegaba a tareas bizantinas, muy propias de un peón, esa era su faena y el traquetear de las jarras de licor en su bandeja parecía recordárselo de la peor forma. Ni siquiera lo confortaba saber que no era el único, había una docena más como él, incluso los veía moverse de un lado a otro mientras atendían a los bulliciosos comensales.
Pero su mente persistía en divagar lejos de ahí, en los campos de batalla. Contemplaba las espadas y sus ojos se prendían con admiración del emblema del jaguar en los escudos. Su pecho se henchía sintiendo el orgullo de ser un terraconte. Era ese anhelo suyo que lo afligía una vez más. Fantaseaba con salvar a Carinto de la opresión de los alados, pero las frases de sus camaradas venían a él como garras ahusadas que lo sacudían hiriéndolo en sus afanes. Le repetían con demasiada frecuencia que “no estaba hecho para esto”.
–¿Otra vez soñando, Nekut? –la voz del primer Ubim lo sacó del trance.
–¡Mil perdones! –respondió temeroso al verse descubierto.
Navit sonrió entonces.
–Ven acá –le dio una palmada en el hombro–, cada quién tiene su tarea, la tuya es la de servir las copas; la nuestra es la de ganar las batallas. No te hagas falsas ilusiones y acepta con humildad el lugar que te tocó en el orden de las cosas.
Nekut bajó la cabeza como un niño asustado ante la voz de su señor, cuya potencia no opacaba el bullicio de los comensales.
–Entiende que toda labor es importante, por más pequeña que esta parezca. Dime ¿Qué sería de nosotros sin el gran Nekut para atendernos con esmero?
–Bueno, otro me reemplazaría –arguyó.
–Es cierto, pero ninguno le daría ese “toque” tan propio tuyo, mi pequeño amigo y es que cada uno de nosotros es único. Alégrate de no ser un aeronte o peor aún, uno de esos pálidos o tal vez un oscuro, porque esa sí que es mala fortuna, mas vale estar muerto que pertenecer a tan insignificantes razas.
–Aprecio sus consejos, excelencia. Sus palabras me reconfortan.
Mintió, pues dijo esto sólo por respeto a la figura del primer Ubim a quien admiraba por sobre cualquier otro individuo. Hizo una reverencia y se retiró del salón.
Mientras tanto, los soldados reían y hacían planes para la siguiente batalla, bebían como si fuera la última vez que podrían hacerlo. Una rutina que se repetía en la víspera de cada contienda.
En el camino observó a varios soldados tratando de reanimar a uno de sus pares que estaba rígido como un tronco y con la vista extraviada.
–¡Reacciona, hermano, sino te perderás! –imploraban sus camaradas con notoria angustia, pero él parecía no escuchar sus palabras y seguía tieso como un muerto. Esto llamó su atención, había oído hablar con demasiada frecuencia del: “mal de batalla” como le decían los soldados a este fenómeno que en ocasiones afectaba a los obreros o peones como Nekut tal si fuera una epidemia. De hecho, su compañero Korat sufrió de este mal y pereció finalmente, y es que la locura les sobrevenía a los contagiados por tan lapidaria enfermedad.
Sintió lástima por él cuando recordó esas frases que pronunciaba: “¡Santuario Kartadria!” o “¡Centre Vitalis!” Nadie conocía su significado y eran recurrentes en aquellos que caían en ese curioso estado. Finalmente optó por ignorar el asunto y volvió a sumirse en sus propias cavilaciones.
Reanudó la caminata hacia la cocina del palacio, lugar donde la actividad se igualaba a la de un hormiguero.
Los teñidos calderos despedían nubes de vapor y aromas que despertaban el apetito afloraban de ellos. Perniles de buen aspecto yacían empalados asándose a fuego lento. La carne era abundante en aquel fogón, de hecho era el único alimento que toleraban los terracontes.
–¿Qué ocurre, muchacho? –preguntó aquel que oficiaba de cocinero.
–Otro afectado por el “mal de batalla”, señor.
–¡Condenada enfermedad! Ya ha cobrado tantas víctimas como la misma guerra. Da gracias a Eaton de ser sólo un peón, porque la milicia es la más afectada por este mal, que más parece obra de un encantamiento de esa tal Selenia, la del Este.
El cocinero cortó trozos de carne con certeros golpes de su cuchillo. Nekut esperaba algún otro comentario al respecto, pero no lo hubo.
–¿Qué dice el primer Ubim de esto? –se animó a preguntar ante el mutismo de su interlocutor.
–¿Qué se yo?, no tengo tiempo para preocuparme de eso, hay mucho trabajo en esta cocina y tú deja de hablar tonterías y vuelve a tus deberes.
Portando otra bandeja con copas que rebosaban de licor, retornó al salón uniéndose a sus compañeros de labores.
Más tarde, la jornada moría en el ocaso y ya acabados sus deberes, Nekut iba rumbo a las afueras de Carinto para pasear por el bosque como era su costumbre. Se dio tiempo para contemplar esas ruinas que abarcaban una gran extensión de terreno. Tal vez pertenecían a un palacio que en otro tiempo tuvo un esplendor alucinante y que aún hoy lograba cautivar la mirada. Destacaba su nave principal, altiva y que parecía imponer su fastuosidad por sobre los escombros, como el ave fénix emergiendo de sus cenizas. Una de sus paredes estaba poblada de jeroglíficos, tallados en una lengua incomprensible para los terracontes. Nadie sabía a ciencia cierta qué misterioso mensaje encerraban sus líneas y Nekut era el único que reparaba en ellas. En más de una ocasión se lo vio estudiar esas grafías lo cual era considerado una pérdida de tiempo  por sus pares.
En fin. Dejó atrás las ruinas para cruzar el puente levadizo y alcanzar la barbacana, a sólo pasos de la muralla exterior que era custodiada por los lanceros del primer Ubim.
–No es buena noche para pasear, Nekut el aire está raro y esa condenada luna Selenia, la diosa de los aerontes, brilla como nunca. Algo malo presagia.
–No me alejaré mucho ¡Quién sabe! Si tengo suerte, tal vez vea a un pálido o quizás a un oscuro.
–Dicen que le traen buena fortuna al que se tope con ellos –agregó uno de los soldados.
–¡Qué boberías son esas! –Los reprendió el capitán– ¡Cómo podrían traer suerte tan insignificantes criaturas! ¡Eh! Son seres con menos sesos que un aeronte –arguyó y sus dichos provocaron risotadas entre sus subalternos, también en los que hacían guardia en las bastidas de la ciudad.
–¡Sí! ¡Son criaturas estúpidas!
–¿Cómo pueden estar seguros si nadie los ha visto? –Inquirió Nekut reflejando en su rostro el desconcierto.
–¡Bah! ¡Qué importa eso! Probablemente ni siquiera existen y tú, pequeño peón, no te alejes mucho ¿Eh? No me hagas perder el tiempo buscándote por ahí –.Insistió el capitán volviendo a sus deberes.
No está demás destacar que poco se sabía de estos denominados pálidos y también de los oscuros. No eran un tema recurrente de discusión entre los terracontes, sin embargo, parecían coincidir en que no eran más que una especie menor en el orden de las cosas. Suponer que ellos adoraban a los terracontes como a verdaderos dioses era un mito popular.

El cielo estaba estrellado y la brisa era fresca. El bosque se presentaba ante él como una invitación a dejarse llevar por el entorno silvestre. Nekut inhaló profundamente y una batahola de aromas excitó sus cilios nasales, que clasificaron cada uno de los olores con la agudeza de un sabueso.
–¡El bosque Heteroetáneo mixto! –Exclamó al reconocer la diferencia de edad entre uno y otro árbol, donde cada individuo pertenecía a una especie diferente– ¡Tu encanto radica en la variedad! –acentuó acercándose a un aromo de considerable talla, cuyas hojas se sacudían por la corriente y sus flores de un amarillo pálido le conferían un particular encanto– ¡Una Acacia melanoxylon! ¡Bello! ¡Bello! –.Agregó admirándolo por largo rato, reparando en cada detalle con una fascinación que rayaba en lo enfermizo.
Caminó de un lado a otro, mientras examinaba la corteza de los árboles, la variedad de sus hojas y observaba a cuanto insecto se le cruzaba por delante, especialmente los coleópteros que eran sus predilectos clasificándolos según su categoría taxonómica.
Estaba tan embelesado que perdió la noción del tiempo.
La noche sumía en sombras al bosque, sólo el reflejo de Selenia iluminaba el entorno. No obstante, Nekut, igual que sus congéneres, tenía una visión privilegiada. Podría decirse que ni el más minúsculo objeto se escapaba de sus ojos. Además tenía fama de ser un curioso incurable y no por nada lo tildaban de: “preguntón”, “molesto”, “insistente” y otros epítetos más coloquiales–. “Deja las cosas como están” –repetían sus camaradas ante sus permanentes interrogatorios– ¿Por qué no puedo ser un soldado? –Insistía– ¡Porque eres un peón! –era la única respuesta que recibía y es que para cualquier terraconte con eso bastaba, mas no para la perspicacia de Nekut, quien se mostraba particularmente inclinado a buscarle explicación a los fenómenos que lo rodeaban, sin saber cómo ni cuándo adquirió ese caudal de conocimientos acerca de la flora y la fauna, o si los había heredado de algún antepasado remoto. Sea como fuere, ahí estaba él, siendo capaz de identificar géneros, familias, órdenes, clases, filos, y reinos como un verdadero académico en la materia.
Llegó a un sector del bosque donde los árboles eran aún más ralos. El ruido del barrujo resquebrajándose alertó sus sentidos e instintivamente adoptó la “posición de batalla”, presto a defenderse con la fiereza propia de los de su especie. Quedó tieso como una estatua al observar toda una legión de aerontes, desplazándose como verdaderos raptores al abrigo de los árboles. Era claro que se dirigían a la ciudad. Un hecho inaudito considerando que eran seres voladores, rara vez se les veía en tierra firme.
–¡Malditos! ¡Tratan de tomarnos por sorpresa!
Su primer impulso fue el de alertar a sus coterráneos, pero los alados eran numerosos, parecían estar en todas partes. A pesar de sus esfuerzos por pasar inadvertido, inevitablemente fue descubierto.
Dos aerontes le franquearon el paso y Nekut se vio amedrentado por estos individuos que no sólo lo sobrepasaban en altura, sino que además portaban sus mazas de acero con las que podrían destrozarle el cráneo.
Emprendió la huida con esa agilidad innata en los terracontes; seres terrestres por naturaleza.
Ambos alados lo siguieron con torpeza por la espesura del bosque,  asemejándose a un par de buitres dando brincos ya que no podían volar aquí
En un momento Nekut se vio rodeado y esquivó a duras penas los ataques, incluso se las arregló para herir a uno de ellos que oficiaba de capitán. Sus garras le dejaron cicatrices en el rostro que lo harían recordar al terraconte el resto de su vida, como los surcos que deja en la madera la azuela de un artesano. Aun así, lograron asestarle un mazazo: noqueándolo.
Ahí quedó el infortunado Nekut, tirado en la hierba y sangrando.
El capitán de los alados estaba fuera de sí y tuvo intenciones de descargar su furia en contra de Nekut valiéndose de su espada, sin embargo, la voz de su superior lo detuvo en seco.
–¡Akracar! ¡Tenemos asuntos más importantes! –espetó.
–No me prives de mi venganza, mi señor Kerakar, este maldito me ha insultado y merece la muerte.
–¡No hay tiempo! Tenemos que continuar la marcha. Ya te ocuparás de él.
Luego se alejaron abandonando a su suerte al terraconte, quien quedó en deuda frente al tal Akracar.
Al despuntar el alba, los primeros rayos se filtraron por las tupidas copas de los árboles iluminando el rostro de Nekut. Algunas aves se aventuraron a picotear el fruto de ese nogal junto al cual cayó derribado el terraconte.
Una pareja de pálidos se le aproximó con esa cuota de curiosidad que no logra mitigar del todo al recelo. Querían ver más de cerca a tan soberbia criatura. Temida por sus congéneres y que se asemejaba a un felino. Un jaguar para ser más preciso. Aunque estas características eran más bien el remanente de una ralea primigenia, pues en su aspecto había más rasgos humanoides que felinos y un halo de fascinación envolvió a los pálidos al admirarlo en todo su esplendor.
–Míralo, Humar ¿Es una bestia o un titán? –exclamó Hanna.
–¡Son titanes! –Respondió el otro–, pertenecen al clan de los Ubim. Caminan erguidos como tú y yo, aunque se dice que conservan la velocidad y destreza de los restantes animales, pero se diferencian de ellos porque poseen un pulgar para asir objetos y sus falanges son análogas a las humanas. Cuentan con cuerdas vocales como las nuestras, lo que les permite recurrir al lenguaje para comunicarse. Además, son capaces de reflejar emociones en sus rostros igual que nosotros, aunque dudo que entiendan mucho acerca de los sentimientos –.Al decir esto, Humar adoptó una actitud reflexiva–. Yo diría que más bien actúan por instinto, aunque se sabe que son inteligentes.
–¿Por qué los llaman terracontes?
–¿Olvidas que en la lengua prístina terraconte significa félido o felino para ser más exacto? y se supone que les debemos pleitesía –agregó–, aunque cometes un error al llamarlos así, nuestro adalid me confidenció que el verdadero nombre de estos titanes es terranubim.
–¿Terranubim?
Sonó extraño aquel apodo y hasta difícil de pronunciar, la mueca de Hanna evidenció esto último.
Quizás suenen insólitos estos seudónimos salidos de una jerigonza infantil. Eran contados quienes recordaban el verdadero nombre de los denominados titanes, que con el transcurrir de las centurias se fueron deformando fonéticamente y se les conoció finalmente como los terracontes.
–Ven acerquemos a él.
–No, Humar, tengo miedo ¿Qué tal si sigue vivo?
–¡Qué dices! No está muerto, sólo inconsciente, pero tiene una herida en la cabeza y parece no respirar.
Hanna lo estudió con detenimiento, parecía dubitativa.
–No es tan alto como esos leones que hemos visto o incluso uno de esos tigres que parecen tan feroces y son soldados ¿Qué es él entonces? –.Preguntó frunciendo el ceño.
–No lo sé. Quizás es un peón, pero no me gustaría topármelo en combate, observa sus garras.
Ella se estremeció, pero la curiosidad la instó a tocarlas y cuando estaba a punto de hacerlo, Nekut emitió un gemido, luego abrió sus ojos y se quedó así por espacio de varios minutos. Parecía sumido en una especie de trance o al menos esa impresión daba.
La pareja de pálidos se había ocultado tras el follaje con la premura que aconsejaba la prudencia.
El terraconte yacía inmóvil, sin embargo, tenía los ojos abiertos y no pestañeaba.
–¿Qué le pasa? –preguntó Hanna.
Pero no hubo respuesta porque el terraconte repentinamente se sentó como impulsado por un poderoso resorte, pero siempre manteniendo una postura rígida.
–¡Santuario Kartadria! –Exclamó luego y repitió esta frase varias veces en forma mecánica, acto seguido, movió la cabeza de un lado a otro como si escudriñara el entorno– ¡Centre Vitalis! –Enseguida cerró los ojos y volvió a caer tendido sobre la hierba.
–¡Qué extraño! –Murmuró Hanna– ¿Por qué actúa de esa manera?
Humar sólo se encogió de hombros.
Al ver que no reaccionaba, los pálidos se acercaron nuevamente, aunque conservando la cautela.
–Tenemos que curarlo, Hanna.
–¿Por qué? Él podría aplastarnos si lo quisiera ¿Olvidas que nos tratan con absoluta indiferencia, como si fuésemos animales?
–Es verdad, pero es un ser desvalido ahora y este no nos ha hecho daño alguno.
Hanna escrutó a su compañero con esos ojos color esmeralda que parecían dueños de alguna clase de hechizo, porque tomaban posesión de quien la mirara. Sacudió la cabeza y sonrió. Era de ese tipo de mujeres hermosas por naturaleza, más aun con esa multitud de lunarcitos que engalanaban su rostro de facciones escandinavas, confiriéndole ese atractivo que la igualaba a una diosa del Olimpo.
Porque ella era humana al igual que Humar.
–Eres demasiado generoso, por eso es que te amo –, rodeó su cuello con los brazos y lo besó en la boca.
–¡Vaya! Tendré que serlo más a menudo –bromeó–. Ven, amor ayúdame a limpiar su herida y ponerle unas hojas de Nurlo para evitar que se infecte.
Luego de atender al titán, la pareja se alejó del lugar con premura.
Cayó la noche y Nekut se incorporó sobresaltado, pero el dolor en su cabeza lo detuvo en seco.
–¿Qué me pasó?
Miró a su alrededor sin lograr reconocer el sitio en el que se encontraba, tampoco pudo recordar nada de lo que había ocurrido.
Palpó la herida en su cabeza y sólo entonces se percató de que alguien la había atendido con diligencia y esto lo confundió. Aunque su olfato ya había percibido un olor desconocido y sintió curiosidad por averiguar su origen.
 Miró hacia lo alto, la luna Selenia conocida como la “diosa del este” brillaba esplendorosa a sus ojos.
–Esa luna –pronunció y la observó embobado–. Tiene una extraña influencia en mí, como si tratara de hechizarme. Es la maldita diosa de los aerontes –la amenazó con la mano empuñada y emprendió la marcha sin saber a dónde iba.
Las horas transcurrieron al paso de una tortuga y Nekut, desorientado, se adentró en la espesura del bosque. Sin saberlo, se alejaba cada vez más de la ciudad de Carinto, tampoco pudo percatarse que una densa cortina de humo se elevaba por encima de la foresta y formaba volutas que se desmembraban en girones arrastrados por la brisa, justo allá donde se ubicaba la ciudad de los terracontes y era señal de una tragedia.
Llegó a un arroyo rodeado por espesa vegetación, árboles y arbustos de diversa variedad luchando por ganarse un espacio junto al vital elemento.
–¡Agua! –La emoción de este hallazgo se le notó el rostro. Bebió un sorbo y lavó su herida que ya estaba cicatrizando. Sorprendía la eficiencia del metabolismo de los terracontes.
Su instinto volvió a alertarlo y de inmediato adoptó una actitud vigilante. Algo lo asechaba. Al descorrer las matas de maleza se encontró a boca de jarro con esos seres que se esmeraban por pasar inadvertidos.
–¡En nombre de Eaton, pero si son pálidos! –Exclamó jubiloso de toparse con ellos, lo consideró un verdadero golpe de suerte.
Al verlo lo reverenciaron.
–Por favor, mi señor no nos hagas daño –suplicó uno de ellos.
–¿Acaso hablan mi lengua? –Nekut se mostró sorprendido, al extremo de creer que sus oídos lo traicionaban.
–Bueno,…eh,... –titubeó el pálido–. No lo sé, señor, es nuestra lengua nativa.
Comprenderéis la sorpresa que se llevó el terraconte ante este insólito descubrimiento.
Se dio tiempo para observarlos detenidamente y le parecieron tan diferentes a él. Se veían quebradizos y no poseían pelaje, su estatura era apenas inferior a la suya: le llegaban a la altura del pecho. Esto era bueno, por primera vez experimentó el sabor de sentirse importante y altivo.
–¿Tienen nombre? –preguntó.
–Humar, del clan de los Nahuelparte y ella es Hanna de los Nuriamonte.
La joven hizo una tímida reverencia.
El terraconte la observó embobado, era notoriamente distinta a Humar. Aparentaba ser frágil como una rosa en flor y sus formas le parecieron agraciadas como las de una gacela. Podría permanecer admirándola una eternidad sin cansarse de ello.
–¡Que bella y fascinante criatura! –exclamó tratando de tocarla.
Ella retrocedió temerosa y se protegió tras la figura de Humar. Nekut no insistió, pero quedó impresionado por ese "maravilloso espécimen" como la llamó.
Tomó asiento en una roca para parlamentar.
–¿Qué clase de criaturas son ustedes? porque no logro encajarlos en el orden de las cosas. Son antropomorfos bastante peculiares, mamíferos tal vez, sin embargo, no aparecen en las listas de especies terrestres que yo conozco y no son pocas ¿Eh?
–Somos personas, mi señor. Ustedes nos llaman pálidos.
–¿Personas? Curioso nombre, no lo reconozco en las categorías taxonómicas. Dime ¿Por qué Hanna es diferente a ti?
La pregunta sorprendió a Humar, a él le pareció tan obvia la razón.
–Bueno, porque es mujer.
–¿Mujer? –recalcó Nekut volviendo su mirada hacia ella. Sus ojos la recorrieron nuevamente, de la misma forma que se contempla a una obra nacida del talento de un artista.
Hanna se incomodó ante su atento escrutinio.
–Mujer –repitió Nekut, no recordaba haber escuchado antes ese nombre– ¿De dónde provienen? –preguntó cambiando de tema.
–De las montañas –respondió Humar, titubeante aún, ya que no sabía hasta donde lo conduciría esta conversación, ciertamente inédita. Nunca antes un terraconte se había dado el tiempo para platicar con ellos. A tal punto llegó su indiferencia que con el paso de los siglos terminaron por olvidar que los pálidos existían.
Por su parte, Nekut consideraba a su interlocutor un individuo joven a su entender, sus cabellos tenían el tono de una noche sin Luna y su indumentaria era más bien rústica. Portaba una lanza espigada que además le servía como vara de apoyo y cargaba a sus espaldas una mochila desgastada por el rigor de una larga jornada. Notó además que en su brazo tenía un tatuaje con la forma de un jaguar.
–¿Por qué llevas el emblema de los terracontes?
–Es un misterio, mi señor, toda mi gente lleva este tatuaje. Mas bien es una marca natural y nuestro adalid dice que es el símbolo de nuestros dioses.
El terraconte sonrió con satisfacción al oír aquello.
–Entonces es verdad que nos adoran como deidades –.Meditó en su fuero interno– ¡Qué primitivas criaturas! –.Agregó sacudiendo la cabeza.
–Veo que ya se siente mejor.
Nekut frunció el ceño.
–¿Acaso ustedes limpiaron mis heridas?
–Así es. Esperamos no haberte importunado.
Hizo una reverencia al decir esto.
–¿Por qué lo hicieron?
–Bueno, porque nuestros Superiores: Selenia y Eaton nos lo demandan. Lo dice el Salmo del Socorro:


“Ayudad al titán, sea este: terraconte, aeronte o aquaronte,
Curadlo, atendedlo y preocupaos de él,
Porque de él depende el destino de Tahínus”.


El rostro de Nekut se deformó de rabia al oír aquello y se irguió amenazante.
–¡Acaso también le brindan ayuda a nuestros enemigos! –espetó y tanto Hanna, como Humar se acurrucaron como ratones, temblando de miedo.
–Bueno, es…, es nuestro deber, mi señor, son nuestras divinidades quienes nos lo demandan y si no obedecemos ellos nos fulminarán –respondió con voz trémula–. Dime ¿Tú osarías desafiar a los dioses?
El terraconte acarició su barbilla y repasó el salmo una vez más. No recordaba haber escuchado antes algo semejante.
–¡Interesante revelación! Cuéntenme más ¿hay algún otro salmo que hable de los terracontes?
Humar exhalo una bocanada de aire sintiéndose más aliviado al notar que el titán había calmado sus ímpetus.
–Nuestros preceptos señalan que: terracontes, aerontes y aquarontes, son los titanes que resguardan las magnas directrices y sirven a los Superiores.
–¡Qué tonterías son esas! –Refutó– ¡No sé nada de esos Superiores de los que tú hablas y menos de los aquarontes, pero esos malditos alados son invasores y deben ser extinguidos! ¡Infestan nuestro bello mundo! –Se volvió hacia la pareja con una mirada filosa–. Si vuelvo a saber que han ayudado a un aeronte, no seré tan complaciente con ustedes ¿Entendido?
–Pero, mi señor, nos pones en una encrucijada ¿A quién debemos obedecer entonces? ¿A nuestros dioses, cuyo poder es infinito? o ¿Al titán que nos da tan contradictorio mandato?
–¿Titán? ¿Por qué insistes en llamarme así? ¡Yo soy un terraconte, no lo olvides nunca!
–Según nuestro credo, tú eres uno de los altos señores que velan por el bienestar de Tahínus, una labor digna sólo de un titán. Esta categoría te pone por encima de cualquiera de las criaturas que habitan nuestro mundo y muy cerca de los dioses también –insistió Humar, esperando no alterar aún más el ánimo del terranconte–, aunque ya se les cuentan muchas centurias ignorando estos deberes a raíz del conflicto con los señores aerontes.
Nekut adoptó una actitud reflexiva. Miró fijamente a su interlocutor. Había determinación en sus palabras y atreverse a contradecirlo tan abiertamente, sólo podía significar que decía la verdad.
–Como digas entonces, menuda criaturilla –señaló, dándose aires de superioridad–, ahora dime ¿Dónde nos encontramos en este momento?
–Este arrollo es un tributario del río Cristalino, el más largo de la región.
El terraconte acarició su barbilla, como siempre lo hacía cuando algo le daba vueltas en la cabeza.
–Qué extraño, perdí la orientación y estoy mareado además.
–Recibiste un fuerte golpe, mi señor, quizás deberías descansar un momento.
A Nekut todo le daba vueltas, sus sentidos se enturbiaban y un sin número de imágenes colmaban su cabeza, confundiéndolo. Entre ellas creyó identificar luces en torno suyo y miles de esferas que flotaban como verdaderas pompas de jabón. Parecían contener algo sólido en su interior. Era como si soñara despierto.
Tardó en recobrar la lucidez. Luego se levantó y habló a la pareja una vez más.
–¿A dónde se dirigen? porque no consigo orientarme. No sé de dónde vengo ni tampoco hacia dónde iba antes de ser herido.
–Bueno, nosotros vamos hacia el “valle de los lagos” –. Dijo Hanna, quien por fin se animó a entablar conversación con el titán, aunque Humar no se mostró complacido con ella por revelar su destino.
–¿Valle de los lagos? –repitió Nekut refregándose la mollera.
–¿No has oído nunca hablar de él?
Hizo memoria, pero no recordaba nada.
–Ya comprobará usted que es un paisaje encantador –recalcó Hanna. Parecía siempre dispuesta a sonreír.
–Lo dices con tal convicción, que no dudo que así sea ¿Qué esperamos entonces?
Emprendieron la caminata rumbo al lugar señalado, que distaba muchos días de camino de donde se encontraban.
Imaginaos cuan extraños se sentían los humanos en compañía del titán. Quien los viera creería estar alucinando. Así de inédita es esta reunión entre dos razas tan dispares entre sí.




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